babilonia logo

Hoy leemos… "Hay lugares de los que nadie podrá arrancarte"

Este cuento es producto de una creación colectiva realizado por el taller literario que funciona en la librería Rincón Cultural. 

Tras la presentación de una escena inicial (que se propuso como nudo dramático y delimitando época y algunos personajes protagónicos), a cada tallerista le fue asignada un espacio del Museo Sobremonte. Éstos se transformaron no solo en escenarios sino en sitios que le imprimieron fuerza dramática a cada uno de los textos.

Todo lo que se cuenta aquí es una ficción construida por Pamela Caverzasi, Alessandra Correia, Eliana Ferrero Estrada, Verónica Heredia, Cintia Lecler, Guillermina Moreyra, Natalí Ruatta Contigiani, Daniela Toni y Fernanda Pérez (coordinadora del grupo).

 

 

 

 

 

 

Capítulo 1: La perdición

Por Fernanda Pérez

 

La tía Custodia se lo había dicho una y otra vez. “El Patio de los esclavos no es lugar para las señoritas de la casa”. También su abuela la había reprendido cuando la encontró esa mañana fisgoneando las nuevas adquisiciones de su padre: dos esclavos, uno viejo y otro joven. Sus ojos se detuvieron en el segundo y en él se quedaron a partir de ese día.

Lo veía trabajar moldeando el hierro, con su cuerpo torneado, oscuro, brillante… Era un buen herrero. Silencioso, detallista….

Él también la vio. Aún recordaba esa primera vez en la que le dedicó una sonrisa. ¡Que hermosa era su sonrisa! Sus dientes, sus labios…. La boca fue la puerta de ingreso a la tentación y a la locura.

Al principio lo consideró un juego inocente pero las cosas se le estaban escapando de las manos…. “Ay, sus manos”, dijo a media voz como temiendo que alguien la escuchara.

Esa sensación de inquietud la acompañaba hace días. Una mezcla de temor y adrenalina que la llevaba de la angustia a la euforia.

“Paulo” susurró, y rápidamente se corrigió: “Oksumo”.

“Me llaman Paulo, pero mi nombre verdadero es Oksumo” le había confesado él con un acento extraño que a sus oídos resultó cautivante.

“Oksumo”, repitió. Y entonces lo supo: ese nombre sería su camino a la perdición.

 

Capítulo 2: Miradas encadenadas

Por Cintia Lecler

 

Okzumo permanecía quieto y en silencio. Había encontrado un buen escondite. Desde el balcón de la galería de la planta alta observaba los movimientos de Carmela.

La señorita mayor de la casa lo había bendecido con una dulce mirada que lo cautivó en el mismo momento en que sus ojos se cruzaron. Un escalofrío de pasión le recorrió el cuerpo cuando el día anterior, mientras martillaba una silla bajo el sol primaveral, ella apareció con su cabello suelto, un vestido de color celeste y la canasta de bordar entre las manos.

Sus miradas se encadenaron, no necesitaron de palabras para decirse lo mucho que se gustaban.

Deseaba volver a verla, de lo contrario no podría conciliar el sueño. La fiesta que se estaba desarrollando en la casa era la presentación en sociedad de Carmela. Alcanzó a reconocerla un par de veces cuando, agobiada por el encierro del salón salió al patio de honor acompañada por su tía y un jovencito muy elegante que, pese a sus finas vestimentas, le pareció excesivamente afectado y debilucho. Alrededor, hombres y mujeres por separado, disfrutaban de la música, la buena comida y la abundante bebida.

Al cabo de un rato, y por esas cosas del destino, Carmela se alejó de su grupo. Se dirigió con paso apresurado hacia la puerta que comunicaba directamente al patio de los esclavos, giró con cuidado hacia la derecha y subió con premura las escaleras que daban a la galería. Era un sector donde las farolas no llegaban a iluminar. Ahí, entre medio de las plantas y la oscuridad, él se dispuso a esperarla. ¿Cómo había descubierto que estaba oculto ahí? Carmela lo había buscado toda la noche, un movimiento casi imperceptible le llamó su atención y supuso que era él quién estaba observándola.

-Tengo poco tiempo Paulo- dijo ella en un susurro.

-Por favor señorita, me gustaría que al menos usted me llamara por mi verdadero nombre, Okzumo…

-Okzumo- repitió Carmela y sonrió al mismo tiempo que él.

Estaban silenciosos, mirándose sin decir palabras como dos tontos, cuando la voz de la tía Custodia los alertó. Buscaba a Carmela. El tiempo se les terminaba y antes de que alguien los descubriera, se apresuraron a rozar sus manos en una tierna caricia.

Carmela bajó rápidamente las escaleras. Con mariposas en el vientre caminó hasta el encuentro de su tía.

Okzumo, se quedó quieto, con el corazón agitado. Estaba satisfecho. Ella había pronunciado su verdadero nombre. Él quedó rendido bajo el encanto de la señorita de la casa.

 

Capítulo 3: Confidencias de amor

Por Verónica Heredia

 

El patio de las flores estaba resplandeciente, la primavera había llegado y la casa comenzaba a tener un ritmo y color diferentes, especialmente ése lugar en el que las mujeres y los niños de la familia pasaban parte de su tiempo conversando, tomando el té, leyendo o haciendo labores. Después de un invierno crudo y frío, nadie quería permanecer adentro, por lo que ese sitio se convertía en el gran testigo de las confidencias entre Carmela, su hermana Clarita y la abuela María.

Las tres compartían charlas interminables sobre todo aquello que las inquietaba. Su abuela tenía un don: sabía escuchar. Era una mujer de una gran sabiduría, ésa que solo se adquiere con el paso de los años. Sus nietas confiaban ciegamente en sus consejos, aunque a veces, el impulso y la pasión de la juventud, les jugaban malas pasadas, en especial a Carmela.

Esa tarde la abuela María bordaba un hermoso pañuelo y sus nietas leían a su lado. Carmela estaba inquieta, su hermana -que conocía sus secretos- era consciente de cómo ese hecho, transcurrido días atrás, le había trastocado el corazón y la cabeza.

-¿Qué les pasa queridas? ¿Por qué tanto silencio? Las conozco demasiado y desde hace un largo rato observo sus miradas cómplices – al escucharla Carmela se sobresaltó. Era imposible esconderle nada a la abuela.

Clara se adelantó a su hermana y respondió con serenidad:

-No nos pasa nada, estamos disfrutando de la lectura y de la tarde.

Carmela no era buena para mentir, los nervios la traicionaron y empezó a temblar. A su abuela, el cambio abrupto en su nieta, no le pasó desapercibido. Dejó lo que estaba haciendo y, con su habitual sinceridad, le preguntó:

-¿Qué ocurre cariño? Estás temblando.

Sin siquiera decir una palabra, la joven rompió en llanto. María la abrazó hasta que la muchacha se tranquilizó y finalmente admitió:

-Se trata de un hombre… Me he enamorado de alguien, pero es imposible.

Carmela bajó la cabeza avergonzada y con los ojos aún llorosos. Su abuela quedó perpleja, toda su sabiduría se esfumó en ese momento. La respuesta de su nieta la tomó por sorpresa. Ella sabía que cuando el amor entraba con esa fuerza por primera vez en la vida de una mujer, se corría el riesgo de perder la razón. Ningún consejo serviría. Además intuía que Carmela había traspasado algún límite.

Solo se atrevió a aconsejar:

-Mi pequeña, ten cuidado… Cuando cruzas un umbral ya no hay retorno.

Dicho esto el silencio volvió. Nadie más dijo una palabra.

El atardecer se iba terminando. La cena estaba lista.

 

Capítulo 4: Solo un beso…

Por Guillermina Moreyra

 

Sus cuerpos estaban muy juntos. Carmela ya no podía escapar…

Se encontraba aprisionada entre la pared y el torso musculoso del esclavo. Aquellos ojos negros la miraban con adoración y ella se consumía en esas profundidades. No quería escapar, no podía hacerlo. Llevaba meses añorando lo que estaba por pasar, lo que inevitablemente sus instintos reclamaban.

Muy suavemente Oksumo tomó su rostro, y con una mirada llena de pasión apoyó sus labios tibios en los suyos. Durante ese instante el mundo pareció detenerse y un dulce cosquilleo recorrió la espalda de Carmela.

Carmela se sentía flotar, eran los mejores segundos de su vida… De pronto, el grito inesperado de la Negra Teresa rompió súbitamente el encantamiento. Ambos se separaron bruscamente y quedaron petrificados.

-¿Pero qué es esto? – exclamó horrorizada la Negra Teresa. – ¡Y vos negro atrevido! ¡¿Cómo se te ocurre si quiera mirar a la niña Carmela?!

Confundida y avergonzada Carmela miró a la mujer y rogó:

– Tere, por favor, no digas nada… Oksumo no tiene la culpa -viendo que la Negra observaba con desprecio al esclavo, le ordenó -. ¡Vete Oksumo!

– ¿¡Oksumo?! ¡¿Quién diablos es Oksumo?! ¡Qué cuentos le andás diciendo a la niña, sinvergüenza! Ya los patrones van a arreglar cuentas con vos Paulo -le advirtió.

Oksumo, con su calma característica, miró a Carmela con la intención de tranquilizarla. Ella le lanzó un gesto suplicante y él finalmente aceptó marcharse sin decir una palabra.

-Tere, no les digas a mis padres. Solo ocurrió esta vez. ¡No va a volver a pasar! – dijo Carmela con desesperación tratando de interceptar a la mujer que se disponía a dejar la cocina.

-¡Yo no puedo traicionar a los amos! ¿Cómo se le ocurre? ¡Esto está mal! Usted no debió… ¡Su padre los matará! – gimoteó Teresa angustiada.

-¡Es que no se van a enterar porque no se los dirás! –Carmela cambió el tono de voz con la clara intención de que sus palabras sonaran como una orden inapelable.

-¡No puedo mentirle a su madre! – expresó la esclava dubitativa.

Ella quería a la niña Carmela pero su lealtad hacia doña Genoveva era absoluta.

Entonces Carmela se quebró y se puso a llorar. Ya era tarde. La Negra Teresa se perdía por las escaleras hacia lo que, sabía, sería su condena.

 

 

Capítulo 5: La verduga

Por Pamela Caverzasi

 

Genoveva sintió el corazón oprimido. Sus manos sudaban y un frío intenso la recorría entera.

Escuchar a través de las puertas era su pasatiempo preferido. La oscuridad y las sombras se habían convertido en sus mejores amigas y se había tornado tan sigilosa y discreta como una gacela. Es que la vida en esa casa le resultaba demasiado tediosa y aburrida. Los secretos y pasiones de los demás le devolvían apenas un poco de brío a la suya, que hacía tantos años le sabia insípida.

Había hecho de la discreción una de sus mejores cualidades, pero en esta ocasión, se había visto obligada a romper con la mesura que la caracterizaba, luego de atravesar varios días de tormento en los no acertaba con la decisión correcta.

Genoveva sabía de sobra cuál era el modo indicado de actuar en una situación como esa y nunca le había temblado el pulso, pero pensar que esta vez la persona involucrada era nada más y nada menos que su propia hija, le partía el alma.

En un impulso, abandonó su dormitorio y se dirigió hacia la sala femenina.

-¡Fuera de aquí críos! – ordenó a los niños que salieron espantados de la imponente habitación en la que jugaban.

Genoveva cerró la puerta y se quedó a solas. Rompió en un llanto desconsolado. “¡Ay mi niña! ¡Pobre mi niña!”, repitió una y otra vez.

Una culpa intensa la invadió por completo cuando cayó en la cuenta de que ella sería la principal responsable del desdichado destino de su hija.

 

Capítulo 6: Los castigos

Por Daniela Toni

 

Era inminente que la verdad saltara a la luz. Carmela andaba por la casa mortificada y silenciosa. Procuraba no encontrarse ni hablar con nadie. La incertidumbre la tenía inquieta. Su lugar de refugio era el oratorio.

Esa mañana, desde muy temprano, se cobijó en aquel sitio sagrado. Al llegar, se dejó caer de rodillas frente al Cristo y rogó. Rogó para que no los castigaran, al menos tan duramente, a ninguno de los dos. Comenzó a orar en voz baja repitiendo oraciones como una autómata, el susurro se fue cargando de angustia y desesperación. Estaba nerviosa, sus manos entrelazadas transpiraban. Se sentía mareada, le faltaba el aire.

“Los castigos serán inevitables aunque rece mil rosarios”, se dijo. “Seguramente me encerrarán en el cuarto, a solo pan y agua…. Y a él….”, no quiso ni pudo seguir.

No sabía si era capaz de soportar aquello. Entendía que entre ella y Oksumo había una desigualdad social. Él era un esclavo, un animal de trabajo… Buen precio había pagado su padre por él.

Ella la señorita de la casa, distinguida y educada, debía ser asignada a un caballero con apellido de renombre.

Pensaba y rezaba, rezaba y pensaba. Al finalizar cada Padrenuestro repetía: “¡Ay mi Dios! ¿Cómo me atreví a tanto? Mi padre tendrá razón al castigarme”.

El tiempo transcurría. Hacía rato que estaba en el oratorio ya casi no sentía sus piernas.

Mientras tanto Okzumo sufría las consecuencias de su audacia. Yacía atado, con el torso desnudo, esperando su sentencia en el Patio de los Esclavos.

No era la primera vez que lo castigaban, pero intuía que en esta oportunidad los latigazos llevarían más saña y violencia.

¡Es que se había atrevido a demasiado!

De algo estaba seguro: las heridas de la espalda curarían. No así las de su corazón que hacía tiempo sangraban.

 

Capítulo 7: La “Custodia”

Por Alessandra Correia

 

Estaba arrodillada con un rosario en las manos, pero ni sus oraciones lograban tranquilizarla. Carmela era su sobrina favorita. Desde bien niña, demostró una viveza y picardía que alegraba hasta los días más tristes en la casa. La espontaneidad de sus acciones, ahora en la juventud, casi siempre le generaban problemas. Llevaba ya cuatro días enclaustrada en el cuarto a tan solo pan y agua. La razón: ¡haber besado un esclavo!

Se habría largado a reír ante la osadía de Carmelita pero intuía que las consecuencias serían graves. Ella, tal vez, habría resuelto el tema de otra manera. Pero Genoveva era muy diferente. Es que pese a tener una gran vida -esposo, hijos, un aposición- no hallaba la paz ni la tranquilidad y tenía tendencia a dramatizar. ¡Qué distinto era su destino al de Genoveva! Ella había sido confinada a la soledad, a ser una sombra en la casa, a mantenerse en un cuarto alejado de todos… Por eso adoraba a sus sobrinos, ellos eran quienes le daban sentido a su existencia.

A medida que avanzaba en sus rezos, la mujer pensó en Carmela y la comprendió. Ella en sus años jóvenes también había estado locamente enamorada, un romance corto e intenso que le fue arrebatado por la muerte. Ramiro murió muy joven, una enfermedad se lo arrancó de sus brazos y desde entonces eligió esa vida solitaria, silenciosa y de servicio para su familia.

Pese a todo no era una mujer amargada. Al contrario era alegre, protectora de las niñas, y generosa con los que necesitaban ayuda, Hacía justicia a su nombre: Custodia.

Además tenía el apoyo del cuñado quien, en algunos casos, demostraba ser un poco más sensato que Genoveva. Sin embargo desde que había saltado a la luz el tema de Carmela y el esclavo no conseguía sosegarse.

Temía por el destino de la sobrina, de que ella fuera obligada a una vida que no deseaba. Comprendía muy bien, por experiencia propia, lo que representaba una decisión equivocada o un giro inesperado en la vida de una mujer. La pasión que pulsaba en el pecho de Carmelita también podría ser el comienzo de su condena.

 

Capítulo 8: El arreglo

Por Eliana Ferrero Estrada

 

Un fresco viento primaveral impulsaba los pasos del señorito Martinengo, una misiva había llegado a su residencia y en ella solicitaban su presencia con urgencia en la casa de Don Nuñez.

Al llegar a la puerta de la casona tocó indeciso, la negra Teresa abrió apremiante, tenía los ojos muy rojos de tanto llorar.

– Pase señorito Martinengo, su padre y Don Nuñez lo están esperando. – La mujer lo miró de reojo y lo repasó completo.

Cruzando el patio, la sombra del gran árbol le metió el frío en el cuerpo.

La negra Teresa se acercó la sala de los hombres y anunció a Francisco. Cuando el muchacho hizo el intento de entrar el aroma a oporto se le metió por la nariz y lo hizo retroceder.

– Hijo por fin. Envié al mensajero de forma urgente, podrías haber apurado el paso – Don Martinengo olía demasiado a alcohol para ser las cinco de la tarde.

– Francisco, querido. Con tu padre hemos tentado a la suerte y queremos hacerte partícipe -dijo el dueño de casa alentándolo a sentarse con ellos.

Las eses de Don Nuñez se arrastraban peligrosamente hacia Francisco, parecían serpientes venenosas queriendo hacerlo caer en una trampa mortal.

– Acá estoy, para lo que dispongan. Supongo que son negocios los que me hacen venir hasta aquí.

Nuñez y Martinengo se miraron con complicidad.

– Hijo, pensamos que tanto vos como Carmela están en edad de…

– Casarse – interrumpió Don Nuñez – ¿Usted tiene a alguien en vista Francisco?

Como decirle al padre de Carmela que está enamorado de ella desde que subían al naranjo y jugaban a ser grandes mercaderes que viajaban lejos de sus familias para vivir en paz.

– La verdad Don Nuñez que sus palabras no me toman por sorpresa, pero me hacen reflexionar y en este preciso momento estoy dispuesto a pedir la mano de Carmela.

– Concedido señor Martinengo. Pero advierto que si se la lleva no hay devolución – lanzó una carcajada forzada que fue acompaña por la de Martinengo -. Carmelita es buena chica, aunque con mucho… ímpetu -la palabra “ímpetu” sonó extraña. Francisco sabía a qué se refería con eso, el escándalo con el esclavo era un secreto a voces.

Los ojos vidriosos y manipuladores de Don Nuñez se desviaron a su nuevo socio quien propuso un brindis.

– ¡Por esta nueva unión entre las familias! – Don Martinengo estaba rebosante de alegría.

Francisco Martinengo chocó su copa con las otras dos. En ese momento pensó: “Ahora sí mi dulce Carmela, me habrán robado tu primer beso, pero serás mía, para siempre”.

 

Capítulo 9: Hasta que la sangre corra

Por Natalí Ruatta Contigiani

 

Iban a venderlo, eso habían dicho las negras cuchicheando del otro lado de la puerta. Los músculos se le relajaron un poco, al menos estaba vivo.

A las siete sonaron las campanas de la Catedral, esperó en silencio y los pasos no tardaron en resonar. La luz de la vela que se filtró por debajo de la puerta le indicó que había llegado el momento de cumplir la penitencia diaria. Su madre entró y dio la orden solo con gestos y miradas, sin emitir una palabra.

Ella obedeció y al ponerse de pie se debilitó. El negrito Lucero corrió a socorrerla, y ese simple gesto le devolvió un poco la energía.

-Soltála – gruñó Genoveva, y le pegó al niño en la cabeza con una vara de tamarindo- Y vos Carmela apuráte, no estás en condiciones de hacerte esperar.

Sin levantar la vista caminó hacia la puerta; al salir el aire fresco la mareó. Pese a ser primavera había amanecido nublado y frío. Bajó las escaleras y en procesión avanzaron los tres por las galerías que rodeaban al patio principal. Al llegar a un extremo Carmela, sin contenerse, giró la cabeza hacia el patio de los esclavos, buscándolo. Ahí debían tener a Oksumo. En ese momento, el golpe de la vara tuvo como destino su cabeza.

Cuando ingresó al oratorio suspiró, al menos no pasaría frío. Las velas ya estaban encendidas y el brasero cumplía su misión.

Se hizo la señal de la cruz y cuando llegó al primer banco supo el martirio que la esperaba.

-Vas a estar dos horas hoy, y no quiero ni una sola queja. Tres rosarios y después silencio, a ver si entrás en razón.

Una lágrima cayó por su mejilla. Había visto el sufrimiento que causaba ese castigo en los esclavos, quienes –aunque le doliese admitirlo- estaban acostumbrados.

De todas maneras ella iba a aguantar, tenía que hacerlo. Tenía que vivir y encontrar una salida, tenía que saber qué estaba planeando su padre, a dónde iban a mandar a Oksumo, qué iban a hacer con ella.

Genoveva le hizo un gesto indicándole que se arrodillara en la bandeja de acero llena de granos de maíz. Era evidente que su madre no estaba del todo de acuerdo con el castigo impuesto, pero era de las mujeres que se limitaban a aceptar las órdenes de su esposo sin replicar. Era de las que escondían sus verdaderos deseos y sentimientos detrás del “deber ser y deber hacer”. Lucero seguía estoico parado a un costado.

Una hora después, Carmela luchaba contra el dolor, el sueño y las ganas de llorar.

Terminó el tercer rosario y para su sorpresa su madre salió apurada del oratorio. Ella se quedó en silencio.

-Fue al baño la doña, se estaba retorciendo atrás suyo señorita- susurró Lucero.

-Lucero por favor decime, ¿cómo está? ¿dónde lo tienen?

-Tranquila señorita por favor, no se altere. Está en la piecita al lado del cepo, el Negro Carlo lo está curando…

-¿Estaba muy golpeado?

-Pasó frío señorita. Y los latigazos fueron muchos.

El pequeño tenía miedo de hablar, pero la niña Carmelita siempre lo trataba bien… Estaba por decirle lo que había escuchado de las negras, pero se calló. Cerró los ojos y apretó los puños cuando vio que las rodillas de la señorita empezaban a sangrar.

 

 

Capítulo 10: A donde no pueda olvidarte

Por Fernanda Pérez

 

Esperó que la casa se cubriera con el silencio de la noche. No le costó permanecer despierta, últimamente lo único que le costaba era conciliar el sueño y conectarse con el deseo de vivir.

La venta de Oksumo era un hecho. Su boda también. Al parecer, al esclavo lo habían mandado al campo, bien lejos de todos, en especial de ella. Nadie hacía referencia al tema. Poco a poco parecía instalarse nuevamente la normalidad entre las paredes de la casa. Una normalidad tapiada de silencios y secretos.

Pero Carmela estaba sumida en la tristeza, la desesperación y la incertidumbre…. No tenía noticias de Okzumo. Solo lo había visto marcharse en la carreta, golpeado, ensangrentado. Los latigazos no habían doblegado su espalda pero sí su espíritu. Aquella última vez la miró como quien se despide para siempre.

Y ahora esa boda, esa maldita boda arreglada. Tal vez hubiera preferido que la encerraran en un convento.

Sin embargo esa noche estaba decidida. A tientas, sorteando la oscuridad y los escollos atravesó los cuartos, bajó las escaleras, cruzó el patio de honor y llegó al comedor. Desde allí caminó sigilosamente hasta el cuarto de armas. Había logrado robar la llave a la Negra Teresa, esa Negra que a ella le había robado la ilusión. No tenía miedo, no sentía culpas.

Al ingresar prendió una vela. La familia y los esclavos estaban lejos de esa zona, nadie la descubriría. Recorrió las armas y finalmente eligió un trabuco mediano. Al rozarlo, el cuerpo se le estremeció.

Intentó apuntar a su corazón pero sus manos empezaron a temblar. Le faltó el coraje.

Se dejó de caer de rodillas y el llanto la desbordó. ¡Todo había sido tan injusto! Nada malo habían hecho ella y Okzumo. Lo de ellos había sido puro, inocente, hermoso….

Poco a poco fue calmándose. Más repuesta, y con el trabuco en mano, se atrevió entonces a apuntarse en la sien. Pero tampoco pudo apretar el gatillo…. Pensó en Oksumo, recordó su mirada, sus besos…. Recordó ese despertar de los sentidos entre sus brazos…. Y no quiso morir, quiso seguir viva solo para no perder jamás ese recuerdo.

 

 

Sobre el taller y sus integrantes

 

Para conocer más sobre el taller y para leer más material producido por sus integrantes, pueden ingresar al siguiente link

 

 

 

Entonces rozó con el arma su corazón y su cabeza, y antes de dejarla en su lugar recitó en tono de promesa: “Hay lugares de los que nadie podrá arrancarte”.

Read Previous

Hoy leemos a…. Di.Vi.Na

Read Next

Hoy leemos… "La Cocina es puro Cuento"