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Hoy leemos a… Graciela Ramos

La autora cordobesa nos comparte un fragmento de su novela «La boca roja del riachuelo», editada en 2017. La historia transcurre en La Boca, en medio de las luchas obreras de principios de siglo XX. 

 

 

 

Rosa María tenía los ojos irritados por tanto llorar, la nariz colorada y el corazón roto. Veía a Moncho y al Tano sentados en el suelo, justo frente a ella. El Tano tenía la gorra en la mano, el brazo apoyado en la rodilla y la cabeza inclinada hacia el piso. A su lado, Moncho yacía con la espalda pegada a la pared, las piernas extendidas en el piso y la mirada perdida. El sombrero que usaba siempre se lo había dejado a Pepe.

Desazón, eso contaba su cara.

Tenía los ojos hinchados de contener las lágrimas. “Los hombres no lloran”, le habían enseñado en el Patronato de la Infancia cuando era pequeño. ¡Qué desesperanza!

El diputado socialista Mario Bravo y los cronistas de los diarios La Vanguardia y Mundo Argentino se encargaron de verificar y contar cómo había sido la masacre.

Decenas de sindicatos de las dos FORA repudiaron el ataque y declararon huelgas para concurrir al entierro de los muertos, al día siguiente, en el Cementerio del Oeste.

Durante el resto de la mañana Rosa María, Celide y Teresa se quedaron acompañando a Mecha, que no se despegó un segundo del ataúd de Pepe. El Tano salía y entraba. Estaban todos transpirados, pero con sus sacos y gorras en la mano,

mostrando respeto a los muertos, a las viudas, a los hijos, a las madres, a las novias.

—¿Qué está pasando? —preguntó Rosa María a Moncho.

—No sé, Rosita, todavía no puedo aceptar que el Pepe esté encajonao ahí. Me duele acá, mucho —decía, haciendo un esfuerzo sobrehumano para contener las lágrimas, y se tocaba el corazón—. Cómo se fue a descuidar, era un hermano

pa mí, Rosita.

 

El Tano se acercó y le dijo algo en el oído a Moncho, luego volvió a salir.

—¿Qué te dijo?

—Que parece que no termina la cosa. El gobierno les pidió a los de los Talleres Vasena que negocien con nosotros. Esta

noche hay otra reunión y parece que van a… —se atragantó con sus lágrimas—. ¿Te parece que a Pepe lo puede emocionar?

Rosa María lo abrazó y comenzó a acariciarle la cabeza. Era un grandote, de cabello negro y ojos saltones. Moncho se desarmó en el abrazo de Rosa María y comenzó a hacer unos sonidos muy raros. Parecía un burro.

—Llorá, Moncho, llorá a tu amigo, tu hermano. Llorá que hace bien.

Moncho liberó su llanto en el hombro de Rosa María, no podía parar, parecía que se iba a descomponer.

Lloró, lloró y lloró.

Cuando se sintió mejor, tuvo tanta vergüenza ante Rosa María y toda la gente, que enseguida bajó la mirada.

—Rosita, qué papelón —dijo.

—¿Cómo papelón? Ahora que te desahogaste te vas a sentir mejor. Hay que llorar, Moncho.

—Te lo pido por favor, no le digas a la Celide que lloré como un cachorro abandonao, ¿eh?

La muchedumbre, el calor, las volutas de humo de los cigarrillos, el aroma dulzón de algunas flores comenzaron a convulsionar el estómago vacío de Rosa María. Les avisó a las chicas que salía un momento, caminó hasta la calle. Se llenó

los pulmones de aire.

Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. ¿Por qué lloraba?

¡Uf!, por todo. Por Pepe, por Mecha que otra vez tenía el corazón roto en mil pedazos. Por el destino que estaba ensañado

con ellos. Por desear estar en el lugar de Pepe, cerrar los ojos y desaparecer para siempre.

Juan caminó sin consuelo. Las imágenes de las mujeres con pañuelos en la cabeza, los rostros pálidos por el hambre, lo perseguían. Sentía bronca, impotencia. Culpa. Esas personas, pobres, pobres… ¿Cómo no se había dado cuenta antes?

Tantas veces había acompañado a su padre al frigorífico, había visto a los trabajadores cargar las reses en sus espaldas. Había visto a las mujeres envueltas en uniformes especiales, desmenuzando las vísceras de las vacas, y nunca experimentó lo que sentía ahora. En su cabeza retumbaban las palabras de su padre: “¡Nunca les des la mano a estos, te agarran el brazo entero y te chupan toda la sangre de tu cuerpo!”.

No podía quedarse con los brazos cruzados. En cuanto llegó a la mansión, le pidió a Perla que le preparara canastos con comida y bebidas también.

Eran más de las dos de la mañana cuando subió a su auto, acompañado por Perla y Cirilo, su chofer, con todos los canastos, mientras el resto de los sirvientes lo contemplaban. Fueron derecho a los velorios. Primero al de la calle Loria, donde Perla entregó los alimentos.

—Esto es terrible, señorito Juan —le dijo la mujer al subir al automóvil.

Luego se dirigieron a la calle Alcorta y allí bajaron ambos.

Juan quería involucrarse, sentir. Sentir lo ayudaba a entender, a comprender.

Vio a una mujer mayor, sentada en un banquito sin respaldar, vestida con ropas oscuras y un pañuelo en la cabeza. Miraba el piso. Juan tomó su mano y puso sobre ella el pan fresco con una abundante rodaja de queso. El contacto con la mano de la anciana lo llenó de gratitud. La mujer levantó la vista. Sus ojos claros le agradecieron, su rostro siguió terso y seco.

Regresó a su casa a las cinco de la mañana.

—Yo sabía que usté no era como su padre, señorito Juan. Ya le traigo un té —le dijo Perla.

 

 

***

 

La información llegó, y de buena fuente, mientras los muertos eran velados por sus seres queridos, afuera seguía la incertidumbre.

El Tano le contó a Moncho que los términos de la reunión de la noche anterior también habían fracasado. Los rumores hablaban de que los iban a emboscar en alguna parte.

En el velorio, las personas comenzaron a moverse, los que estaban sentados en el piso se levantaban y acomodaban sus columnas doloridas. Los niños lloraban y sus madres los consolaban. Empezaron a desenrollar las banderas rojas. Se pusieron los sacos, se acomodaron los crespones. Rosa María se puso de pie, una corriente gélida subió por su cuerpo

y, a pesar del calor, le produjo escalofríos. Todo llegaba a su final, Pepe se iba a descansar en paz al cementerio. Ya no estaba, ya no lo verían más, solo iba a estar presente en el recuerdo de sus amigos, en el corazón de Mecha, en la letra de sus canciones. Caminó hacia donde se encontraban las chicas. Mecha estaba desconsolada, acunada en los brazos de su hermana.

Se organizaron para salir con el cortejo hacia el cementerio.

Cada vez más personas se acercaban a acompañar a quienes habían perdido a sus seres queridos, los gremios, los sindicatos, los dirigentes. Eran una multitud.

El Tano estaba armado hasta los dientes y marchaba delante del cortejo junto a otros compañeros; habían organizado

una “autodefensa obrera”. Si los rumores se confirmaban, al menos se defenderían.

 

Buenos Aires estaba de luto, las calles vacías, silenciosas. Los negocios cerrados. Algunos espiones por las ventanas veían pasar la multitud de obreros escoltando a sus muertos hasta el cementerio. La cantidad de personas era incontable. La masa obrera, la que sostenía la industria, la que hacía crecer una nación, estaba llevando a sus muertos. Muertos por reclamar un poco de dignidad, por no aceptar las reglas impuestas, a pesar del costo humano. Muertos por querer trabajar ocho horas en vez de once, por desear descansar los domingos. Muertos por reclamar sus derechos en pleno ejercicio de la democracia.

 

Rosa María sostenía a Mecha del brazo mientras caminaban detrás del féretro de Pepe, Moncho cargaba a su amigo junto a otros muchachos, y Teresa y Celide caminaban al costado del ataúd; con una mano sobre la madera y la otra con el puño cerrado en alto, repetían en sílabas:

—¡A-se-si-nos! ¡A-se-si-nos! ¡A-se-si-nos!

El todo se hacía uno. Desde arriba se veía una multitud humana, pincelada por las banderas rojas y los ataúdes.

Cuando llegaron a la altura de Yatay, frente a la iglesia, algunos manifestantes comenzaron a blasfemar en contra de Dios. Rosa María recordaba las palabras de su maestra de catequesis, la señorita Florentina: “Dios está siempre con vos”. ¿Y ahora, dónde estaba Dios? No le gustaron los insultos que escuchaba, pero los entendía. Las palabras seguían golpeando su mente: “Dios te pone a prueba, Dios te pide sacrificios… Dios, Dios”.

 

—¡Por favor, Dios, ten piedad de mí! —dijo en voz alta justo frente a la iglesia.

El Tano se dio cuenta de que algo raro pasaba. Se fue enseguida donde estaban las muchachas. Tenía que protegerlas. Un silencio aterrador duró unos segundos antes de que sonaran los primeros disparos. No sabían de dónde provenían, hasta que se dieron cuenta de que los que les disparaban estaban escondidos adentro de la iglesia. Era una emboscada. ¿A un cortejo fúnebre? Sí.

Dejaron el ataúd en el piso y lo usaron de barricada. Las personas, aturdidas, comenzaron a correr para buscar lugares donde guarecerse. “¡Por Dios, es una guerra! ¡¿Qué les pasa a estas personas?!”, pensaba Rosa María, tirada en el piso, cubriéndose la cabeza con ambos brazos. La iglesia se convirtió en un campo de batalla.

 

Empezaron a salir policías, bomberos, rompehuelgas o cosacos de todos lados, empuñando sus sables, cachiporras y armas, a puro grito, como si estuvieran arreando ganado.

—¡Por aquí! —les dijo un hombre y les ayudó a arrastrar el ataúd adonde iba el cuerpo de Pepe.

Cruzaron a la vereda de enfrente y esperaron tirados en el piso. Escucharon una voz que los incitaba a seguir caminando.

Algunos pudieron avanzar, otros quedaron derribados en el lugar, junto a sus muertos.

Caminaron atentos, aterrorizados. La guerra había estallado, una guerra que ya existía… hacía tiempo. Una guerra de clases que nadie asumía, que nadie quería, de la que nadie hablaba. Una guerra que solo afectaba a los pobres.

Cuando los disparos cesaron, el panorama era desolador: cuerpos ensangrentados tirados en el piso, gritos desgarradores.

Como pudieron, rearmaron la procesión y siguieron.

Ingresaron al cementerio y, antes de continuar, el dirigente

Luis Bernard, de una de las tantas agrupaciones FORA que acompañaba, iba a decir unas palabras alusivas a la tragedia que estaban viviendo y como despedida a los muertos.

Rosa María y Celide se quedaron donde estaban, había demasiada gente, demasiado dolor; permanecían tomadas de la mano dispuestas a escuchar. Mecha, Teresa y los muchachos se acercaron un poco y quedaron bien al frente del dirigente,

apretados entre otras personas.

 

Cuando comenzó el discurso se escucharon dos disparos; comenzaron a mirarse entre todos. Algunos se tiraban al piso, otros corrían. Entonces, desde las tumbas, y desde el ingreso del cementerio, aparecieron policías, matones, bomberos;

todos armados, comenzaron a disparar a la multitud, los obreros caían como peras maduras de la planta. Rosa María

corrió con Celide. Un muchacho las golpeó en la cabeza y les gritó:

—¡Al piso!

Siguieron gateando entre los sepulcros.

Apenas Rosa María levantó la cabeza vio, a la altura de sus ojos, un par de zapatos negros. Cerró los ojos apretando fuerte. “Llegó el fin”, pensó.

 

Sobre la autora 

 

 

Graciela Ramos nació en Devoto, provincia de Córdoba. Egresada de la Universidad Católica de Córdoba, ocupó distintos cargos en el área de Marketing y Ventas durante muchos años, hasta que decidió que era hora de darle lugar a su siempre postergado deseo de escribir. Es autora del libro para chicos «El juego de la conciencia» y de las novelas histórico-románticas «Lágrimas de la Revolución», «Malón de amor y muerte», «La Capitana», «Los amantes de San Telmo», «La Boca Roja del Riachuelo». 

 

 

 

 

 

 

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