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Hoy leemos a… Carola Ferrari

«Las suelas sanas» es el título de este relato publicado en la revista «Tr3s» de Santa Rosa de Calamuchita, lugar en el que actualmente vive la autora.

Un texto profundo, sincero y conmovedor. ¡Ojalá disfruten de su lectura! 

 

 

 

Lloviznaba, me acuerdo, de esa lloviznita que humedece  de  a poco pero hasta el hueso y ese frío de julio que todo lo vuelve blanco. Yo tendría siete años y recuerdo los pies helados y las zapatillas mojadas. Zapatillas de lona que se helaban con el viento. Al menos no estaban agujereadas en la suela como otros años, como otros inviernos. Las suelas agujereadas eran una vergüenza porque las medias se ponían duras y negras y las piedras que se metían a cada rato te obligaban a sacarte la zapatilla para quitar la piedra exhibiendo la suciedad. A veces mi mamá me ponía una plantilla para que no entraran tantas piedras por el hueco, pero ese invierno no hacía falta plantillas.

 

Recuerdo llegar a clases con la cabeza atestada de piojos e inmune de ideas, con voz en las tripas y silencio en la garganta. Me sentaba en mi banco a esperar que nos trajeran la taza que sería el único sorbo tibio que tomaría en la mañana. La taza de mate cocido y un bollo de pan. Y luego de ese momento contaría los minutos hasta la hora del almuerzo. Mi día se dividía así, el desayuno en el aula, el almuerzo en el comedor y la merienda en el comedor del barrio y luego otra vez a esperar que llegara la mañana. Sábados, domingos y feriados eran un ayuno continuo o una colación dura. Lejos estaba mi mente de apropiarme de vocales o multiplicaciones. Entendía lo que era sumar cuando de papas se trataba o algunas veces dividir cuando veía a mi hermano cerca. El resto de las operaciones eran para los otros, los otros que tenían o los otros que podían, yo no estaba para esas cosas.

 

Recuerdo el momento en que resucité de mi letargo, también en la escuela, también por la injusticia. Un compañero más pobre que yo, más flaco que yo, con más piojos y ropa gastada, con grela en las uñas y mocos en la cara, un compañero que no escribía ni su nombre y mucho menos lo pronunciaba. Se le había muerto la madre, ese año se le había muerto. No lo vimos llorar, al menos yo no lo vi. Pero cuando lo supe me pareció que se volvió más flaco, más pobre, más sucio.

 

Había una maestra especialmente mala. Ella lo hizo pasar al frente y le gritó respondé, hablá, decí; recuerdo sus ojos vidriosos y su cara paspada, aun lo veo en mis sueños y se me estruja la panza. Él no le respondía, sólo se estaba quietecito, mirando el piso, reteniendo el llanto, el llanto sí podía, pero no sé cómo ni en qué momento se formó un charco debajo de sus pies de zapatos gastados. Recuerdo observar sus piernas marrones, marcadas por el surco húmedo de su propia orina; sus piernas flacas asomando debajo del guardapolvo blanco, sus piernas expuestas a pesar del julio y recuerdo que todos reían, la maestra gritaba y los ojos del niño huérfano se perdían en vaya a saber qué guarida. Me levanté, realmente como si hubiera resucitado, le grité a la maestra y a mis compañeros, y crucé mi brazo escuálido por el cuello de mi compañero y abrazados en dolores nos marchamos del aula. Recuerdo pisar su charco de llantos contenidos y dar gracias de nuevo por mis suelas sanas.

 

Sobre la autora 

 

 

Carola Ferrari se presenta en primera persona, de esta manera: 

 

«Me llamo Carola, soy escritora de vocación. Nací un martes 13 de diciembre, vivo en Santa Rosa de Calamuchita pero nací en Jujuy y estudié en Río Cuarto. Me recibí a los veinticuatro años y desde entonces amo trabajar en cuestiones de género. Soy practicante de psicoanálisis Lacaniano. Amo el psicoanálisis, amo estudiar, leer y escribir.

Publiqué tres novelas en El Emporio, Prohibido Prohibir (2013), Esclava blanca (2015), Isolda (2018) y participé de Historias que enamoran (2017). Escribo semanalmente una columna en la revista de mi lugar, así que podés leer más de mí por donde elijas. Cariños… y ahora sí: ‘Había una vez…'». 

 

 

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