babilonia logo

"Ginebra", territorio (de papel) donde exilio y adolescencia es decir casi lo mismo

 

Escribir sobre el exilio siempre fue difícil. Escribir sobre el exilio en primera persona y siendo una adolescente, lo es mucho más. Pero escribir sobre el exilio es necesario. Necesario porque recuerda lo terrible de sentirse  (des)patriado, sin poder sentir cobijo en el pueblo de uno, necesario porque es un ejercicio de memoria colectiva y necesario porque también es una forma de seguir armando el rompecabezas histórico de un país que hasta el día de hoy parece no entender –a veces- cómo fueron las cosas.

 

Tanto en literatura como en música, teatro o cine, el exilio de miles de personas en la década del `70 en nuestro país ha sido narrado por sus protagonistas. Jóvenes militantes, políticos, líderes revolucionarios y hasta ex funcionarios democráticos debieron salir del país para salvar sus vidas cuando el terrorismo de Estado acaparó todo, pero lo cierto es que junto con ellos también se fueron familias enteras. Bebés, niños y adolescentes que de buenas a primeras debieron dejar también sus vidas para continuar en otro lado sin entender mucho de qué se trataba todo.

De eso habla “Ginebra”, de la escritora chilena Silvia Hopenhayn. De eso tan importante que debemos comenzar a escuchar quienes venimos incluso detrás. De las voces que con el tiempo empiezan a poner en palabras aquel dolor que le provocó a muchos su propio país, de las soledades que debieron soportar en el cuerpo sin tener lengua para traducirlas, ya que en muchas veces, como en este caso, la nación que los recibía ni siquiera aportaba un vocabulario conocido.

Entonces no sólo era mudarse de tierra, también era mudarse de habla.

 

Quien narra en “Ginebra”, la novela de Hopenhayn es una chica de apenas 13 años, que un día llega a Ginebra sin muchos más datos que el obligado viaje organizado con urgencia por su padre en medio de la feroz dictadura militar. A cuentagotas, ella -la protagonista- nos va contando el por qué del exilio, acerca del país de destino, Ginebra, incluso del nuevo idioma y del choque cultural con el que se va encontrando a medida que desanda nuevos caminos. Ella se cree alguien especial (quién no lo cree a esa edad), con tributos naturales particulares, que la hacen observar el mundo de una manera única. Ella se pregunta, por ejemplo, al inicio de la novela “¿a dónde van a parar las palabras?” y se jacta de ser,  capaz de ver, como nadie, el recorrido de aquello que los otros dicen desde que salen de su boca hasta que llegan al destinatario. “No era un juego de adivinación”, dice, “sino de encastre. Me hallaba en un planeta de formas a la espera de voces que las pusieron en movimiento”. Por eso el exilio será para ella letal, porque, por supuesto, las palabras tenían sentido en su tierra. Afuera, en el exterior, allí donde no somos los que éramos, no tienen valor alguno. O por lo menos no para ella.

 

La autora prefiere no ponerle nombre a la protagonista, sin embargo, la construcción que hace es tan sólida y detallista, que permite imaginarlas sin fisura en nuestra fantasía. Decidida y a la vez temerosa, sensible pero fuerte, pasional e insegura, la niña adolescente que se muda de piel de Argentina a Ginebra nos llevará de la mano por cada una de sus vivencias, y lo hará sin tanta linealidad en el texto, lo que generará una lectura ágil y hasta desordenada por momentos.

Los personajes secundarios que aparecen en “Ginebra” son pocos pero fundamentales en la trama, y funcionan para apuntalar un relato que pendula entre sentimientos personales y sociales de entenderse y entender, escucharse y escuchar, aceptarse y aceptar. Un padre que enseña algunas (pocas) palabras en francés, una amiga con un hogar huérfano de madre, a quien descubre por mirar (ambas) siempre hacia abajo, un novio desleal con quien se despierta en la sexualidad y una enemiga con tendencia a las drogas, tan odiada como necesaria, que será otro espejo donde mirarse. 

 

En “Ginebra”, al exilio se suma la adolescencia como tiempo de pérdidas, desencuentros y frustraciones. Estas palabras funcionan entonces como sinónimos que por momentos ponen entre la espada y la pared a la protagonista, pero también la hacen descubrir que todo final esconde un comienzo, que toda crisis también puede ser una oportunidad para renacer.  

Read Previous

Libros que traspasan el papel: “Los restos del día”, de Kazuo Ishiguro

Read Next

"El ángel": el arte sobre los hechos