De cómo llegó a escribir «Mamá, quiero ser feminista», de la historia de lucha que se esconde detrás de toda mujer que decide cambiar un poco su mundo al tomar lápiz y papel, de los puntos de apoyo que se hacen necesario ver hoy por hoy dentro del movimiento feminista para no perder el poderoso eje que lo generó, y de mucho mucho más habló con Babilonia la española Carmen G. de la Cueva.
A Carmen G. de la Cueva ya la hemos presentado hace algún tiempo en Babilonia.
Su libro “Mamá, quiero ser feminista”, donde repasa de la mano de autoras como Wood, Beauvoir, Austen, Dickinson, Alcott –por nombrar sólo algunas- cómo el feminismo ha partido también de la literatura y la ficción ya ha sido comentado y recomendado en varias oportunidades por este medio, y hablar con la escritora española era un gusto que siempre nos quisimos dar.
De este lado del océano Carmen G. de la Cueva es escritora y dueña de este hermoso libro, pero lo cierto es que también es periodista y fotógrafa, una mujer en búsqueda constante para cambiar el mundo y creadora de varias propuestas editoriales como ser la revista virtual La Tribu sobre literatura femenina y la editorial feminista La señora Dalloway.
Curiosas por saber un poco más sobre ella y su libro, desde aquí le enviamos varias preguntas vía mail, las cuales generosamente respondió, contando acerca de lo que cree ella que es el feminismo, las reflexiones en torno a este heterogéneo movimiento y su modo de accionar a través de la literatura.
Y como tiene mucho para decir, es mejor ahorrar nuestras palabras.
– Contás al iniciar el libro que te tomó un tiempo determinar qué ibas a escribir en él ya que no sabías cómo enlazar las ideas de mujer y novela. En el mundo literario, este género muchas veces está subestimado cuando es escrito por mujeres, ya que –tal vez- se consideran las temáticas de novela rosa, histórica, erótica, como algo menor. ¿Qué pensás al respecto?
– La poeta norteamericana Adrienne Rich dijo que la herencia literaria femenina se ha visto tan oscurecida, borrada y fragmentada que es algo fundamental para las escritoras recuperar a sus precursoras, hacer genealogía.
En “La loca del desván”, el ensayo de las autoras Sandra M. Gilbert y Susan Gubar se cuenta que en la época victoriana, la sociedad pensaba que el escritor era quien engendraba el texto literario al igual que Dios engendró al mundo. La autoridad contra la que tuvieron que luchar aquellas escritoras del XIX, las que vinieron antes y escondieron sus nombres bajo seudónimos y las que vinieron después —¿cuántas escritoras tienen que pelear todavía para ser valoradas por su obra y no por su género? — era la de aquellos varones que decidían qué era literatura y qué no. Y si la pluma es un pene metafórico, ¿con qué órgano engendrarán las mujeres sus obras?
Jane Austen fue una de esas escritoras que en su propio cuerpo vivió la discriminación e hizo reflexionar sobre esta cuestión a Anne Elliot, uno de sus personajes en Persuasión: “los hombres siempre nos han aventajado en contar sus relatos. La educación ha sido suya en mucho mayor grado; la pluma ha estado en sus manos” (o en su entrepierna, si nos ponemos a citar a todos esos prosistas cipotudos (como llamamos a los columnistas españoles que dedican su tiempo a escribir sobre lo peligrosas que son las feministas, imagino que en Argentina también tenéis a los vuestros). Austen dejaba ver en sus obras que aquella mujer que, como ella misma, se ejercitara en el uso de la pluma era una “intrusa”, una “criatura presuntuosa” que había “cruzado grotescamente los límites dictados por la Naturaleza”. Contra todo esto tenían que lidiar nuestras bisabuelas literarias. Y es curioso cómo todavía tenemos que hacerlo también nosotras.
Las mujeres que escriben ven cuestionada su autoridad constantemente, por un lado, porque hay géneros que dan menos prestigio —la novela erótica, por ejemplo—, y por otro, porque siempre habrá un lector hombre muy versado en el arte del mansplaining (“hombre que te explican cosas”, un maravilloso concepto creado por la escritora Rebecca Solnit) para hacernos saber cómo de equivocadas estamos.
– ¿Cuál crees que ha sido, a lo largo de la historia, la función de la literatura en la vida de las mujeres?
– Anne Sexton hizo una confesión devastadora de cómo fue su vida hasta los 28 años: “Hasta que tuve veintiocho años tenía una especie de yo enterrado que no sabía que podía hacer otra cosa más que preparar salsa blanca o cambiarle los pañales al niño (…) Tuve un ataque de psicosis y traté de suicidarme”. Su psiquiatra le recomendó escribir poesía y así lo hizo. Hay un ensayo bastante revelador que viene a hablarnos de la manera en la que las mujeres han empezado a construir su propio relato. Ese libro que para mí es como una biblia se llama “Escribir la vida de una mujer”, de la norteamericana Carolyn G. Heilbrun. En su ensayo, Heilbrun analiza cómo durante siglos hemos creído que el anonimato era la condición propia de la mujer. Muchas veces las mujeres han escrito su historia siguiendo el viejo modelo de autobiografía de mujeres, es decir, “encontrando belleza incluso en aquellos momentos de dolor, transformando la ira en aceptación espiritual”. Pero, posteriormente, hemos visto cómo ese tipo de relato idealizado de la vida no era más que una forma deshonesta de omitir la rabia y el dolor buscando un modelo ejemplar de vida. ¿De qué se trata en fin? Escribir es una forma de tomar el control de tu vida, de escribir tu propio relato. Históricamente, el poder fue declarado como no femenino y las mujeres se han visto desprovistas de relatos y textos, de modelos, que les podrían servir de ejemplos para poder asumir el control de sus vidas. Hasta que nació el feminismo, muchas mujeres ni siquiera eran del todo conscientes de que sus vidas estaban regidas por los patrones impuestos por la sociedad patriarcal. El poder depende de la capacidad de ocupar un lugar en todo tipo de discursos y que ese lugar cuente para algo, ya sea en el matrimonio, la amistad, el trabajo o la política. Escribir es una forma de articular una autoconciencia acerca de la identidad de la mujer como hecho cultural y como proceso de construcción social.
– La pregunta ¿qué es ser feminista? le da constantemente movimiento al libro, y en el transcurso del mismo, los cuestionamientos sociales te fueron generando, como autora, otras muchas reflexiones sobre este mismo interrogante. ¿Qué crees más complicado, responder interrogantes propios o ajenos para descubrirse feminista?
– Yo creo que tiene que ver con las dos cosas: con hacerse preguntas y con escuchar a todas las mujeres de tu entorno porque, aunque vivamos cosas distintas, debemos construir un relato común que nos de fuerza. A mí me costó ver, por ejemplo, que esas reuniones de mi abuela con sus vecinas eran un gesto de tomar el control de sus vidas: un momento preciso en el día —las tardes-noches más bien— en el que estaban solas y se contaban sus cuitas. ¿Hay algo más feminista que compartir con la otra todo lo que te ocurre, hacerse todas esas preguntas en voz alta? Lo primero que una chica tiene que aprender es que no está sola, que las mujeres tengan su misma sangre o no, pueden llegar a ser sus hermanas, sus compañeras en el durísimo camino que le queda por delante.
– El mundo está cruzado actualmente por el movimiento feminista, y cruzado no sólo porque la temática traspasa países, sino porque se escuchan voces a favor y en contra del mismo, sobre todo de las mujeres. El contrapunto Oprah Winfrey/ Catherine Deneuve acerca del acoso es sólo un ejemplo, ¿Crees que es el feminismo un movimiento que debe mostrarse unificado o sino pierde peso en sí mismo? ¿Cómo lograr fuerza aún en la diversidad de pensamiento?
– Últimamente le doy muchísimas vueltas a esto. Cuando comencé a militar activamente en el feminismo armé La tribu, una revista virtual en torno a la literatura y el feminismo, recibí muchas críticas en mi entorno. Por un lado, me decían que si me dedicaba a eso del feminismo cultural se me iban a cerrar puertas porque ya siempre iba a ser considerada “la feminista”; por otro, mucha gente, muchas mujeres escritoras pensaban que era una oportunista. Fue difícil intentar crear algo de la nada cuando hablar del papel silenciado de las escritoras en la historia de la literatura no estaba en la agenda. En aquellos momentos, cuando yo intentaba construir La tribu, me sentía muy sola, pero cuatro años después somos muchísimas las que estamos en la misma batalla.
Nos han educado para que compitamos entre nosotras, para que desconfiemos las unas de las otras, pero si algo han conseguido movimientos como el #metoo es unirnos en ese relato común del que hablaba más arriba: todas hemos pasado por momentos terribles, hemos sufrido ninguneos, abusos y violencia de todo tipo y el feminismo es nuestra mejor armadura para seguir luchando.
Recuerdo haber leído Lolita a los 19 años y pensar que algo no estaba bien en que un señor mayor sedujese a una adolescente, pero también sé que era una de las mejores novelas que había leído en mi vida. Cuando leí una noticia que informaba sobre que la película “Lo que el viento se llevó” iba a ser prohibida por racista en un cine de Estados Unidos, me acordé de una parte de «El cuento de la criada», de Margaret Atwood en el que la protagonista recuerda cómo comenzaron a prohibirse películas porque no eran políticamente correctas y cómo la gente no dijo nada, dejó que las prohibiesen para siempre.
El año pasado escribí un artículo donde explicaba por qué en las presentaciones de mi libro (dediqué un capítulo a la violación de una amiga) no se hablaba de acoso ni violaciones porque era un tema que hace apenas un año era tabú, estaba completamente silenciado y creo que el #metoo ha sido muy necesario para romper ese silencio, para que alcemos la voz y nos contemos. Queda mucho, muchísimo trabajo por delante todavía. Pero también me lleva a preguntarme muchos días si se está popularizando —y esto te lo digo desde la honestidad más absoluta—un feminismo de Twitter, un feminismo de clic en el que desde nuestros sofás nos posicionamos sobre todo lo que ocurre porque opinar en ciento cuarenta caracteres es mucho más cómodo que salir a la calle. Yo creo al feminismo le corresponde hacer que dudemos, que nos hagamos todas las preguntas posibles, que hagamos una lectura crítica del arte (las películas, los libros, la pintura).
– El libro tiene una estructura circular, pues a manera de retrospectiva narrás tu vida en un punto que es el mismo al comienzo y al final. Sin embargo, tu transformación con el correr de los años ha sido tal que el ambiente ya no condiciona tus procesos internos. De todas maneras, ¿hubieras sido feminista de haberte quedado en tu pueblo?
– No sé si se puede nacer siendo feminista, pero me di cuenta de que no me trataban igual por ser chica, precisamente, porque vivía en un pueblo. Allí las diferencias de género están mucho más marcadas. Si te sales de la norma, te lo hacen ver, te marginan, te insultan y te hacen el vacío —dejarla sola, no hablarle ni mirarla, hacer como que no existe— que creo que es una de las peores cosas que le pueden hacer a una persona. Tienes razón en que el libro guarda una estructura circular que se dio así inconscientemente. Al terminar Mamá me di cuenta de que había hecho un viaje circular: siempre había querido salir del pueblo, vivir otras cosas, conocer mundo, y cuando por fin lo hice, sentía que no estaba del todo bien, que algo fallaba en mí y volví. Querer escapar porque no te sientes cómoda no es la solución a ningún problema, pero a los veinte años salir te parece lo único que puedes hacer. Volver al pueblo, volver a la casa de mi infancia, al cuarto propio donde empecé a escribir me hizo volver no solo al origen de mi vida sino al de mi vocación: la escritura. El feminismo tiene que ver con el despertar de una autoconciencia. Si no me hubiera quedado tan destrozada, tan rota después de volver de Londres, no sé si hubiera vuelto a escribir, pero sé que el lugar propicio para ser yo misma era el pueblo.
– Más allá de la cita y los enlaces que hacés en el libro con autoras conocidas, el relato oral de las mujeres de tu familia es fundamental para descubrir tu empoderamiento personal. ¿Por qué es tan difícil descubrir que en esa madre llena de mandatos cumplidos, en esa abuela conservadora o en esa bisabuela callada puede también haber discursos de poder?
– Supongo que porque estaban allí, porque me cuidaban, y en mi adolescencia pensaba que lo más opuesto a ser una escritora, pensadora, viajera era ser madre, quedarme en el pueblo. Fue cuando empecé a hacerles en voz alta todas esas preguntas que yo me hacía en mi interior, cuando leía cómo Simone, Virginia, Jane también se hicieron las mismas preguntas que yo cuando vi, al fin, la sabiduría que poseían mi madre, mi abuela y mi tía abuela. Y también las renuncias que habían hecho: mi madre dejó de estudiar para cuidarme. Durante unos años pensé que eso era lo normal: los hombres trabajaban y las mujeres cuidaban. Pero me di cuenta de que mi madre tuvo que renunciar a su sueño de ser enfermera, de estudiar y crearse una vida propia porque la obligaron a tenerme. No sé si llegó a plantearse abortar, nunca se lo he preguntado, pero sé que lo primero que hicieron mis abuelos fue organizar una boda deprisa y corriendo para que yo no naciera fuera del matrimonio. Hay días en que sigo pensando en lo que tuvo que sufrir mi madre sabiendo que tardaría mucho tiempo en volver a tener pleno control sobre sus decisiones y su vida. Qué injusto y qué duro. Al final, todo tiene que ver con el silencio, con ese silencio que nos envuelve y nos oculta para que seamos invisibles: una madre joven, una bisabuela roja, vidas vividas al margen de los propios deseos.
– ¿Cuánto valor le das a ese relato oral como autora?
– En ese relato que me cuento, a veces, para explicar cómo nació en mí la vocación por la escritura me gusta imaginarme que no escribiría si no hubiera sido una niña rodeada de mujeres mayores, de una madre jovencísima, muchas tías, una abuela y una casa en la que nunca, nunca se dejaba de hablar. Mi manera de escribir, mi manera de contar las cosas tiene mucho que ver con la manera en que hablaban todas esas mujeres que me criaron.
– Volviendo a la cita de autoras, como lectora de esta parte del mundo, sentí una gran ausencia de escritoras latinoamericanas que han tomado también la literatura como terreno de expresión y poder para decir y narrar lo que vivieron (o viven) muchísimas mujeres: Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik, la brasileña Clarice Lispector, las mexicanas Angeles Mastretta o Laura Esquivel, la chilena Isabel Allende, la nicaragüense Gioconda Belli, sólo para dar un ejemplo. ¿Nunca te sentiste atraída por autoras latinoamericanas? ¿Por qué?
– Tienes razón en que no aparece ninguna autora latinoamericana, pero eso no significa que no las leyera. Pasé mi adolescencia leyendo los poemas, diarios y cartas de Alejandra Pizarnik. Escribí mis primeros buenos poemas bajo la influencia de Pizarnik. También he leído con fervor a Lispector. Elena Poniatowska es una de mis escritoras preferidas. Su novela Leonora me obsesionó durante meses. En La señora Dalloway, una editorial feminista que dirijo, acabamos de editar los maravillosos diarios de la chilena Teresa Wilms Montt. Leo muchísima narrativa contemporánea de autoras latinoamericanas. Hay dos escritoras argentinas que son mis favoritas: Samanta Schweblin y Mariana Enríquez. Pero es cierto que las he leído más tarde, salvo Pizarnik y Laura Esquivel a la que leí en el instituto, ninguna de ellas ha tenido una influencia en mi escritura ni en mi manera de hacerme feminista. Quizá sea algo generacional: mi madre si ha leído a Allende y Belli. Desde luego, creo que hay una influencia anglosajona exagerada en España y que es una pena que no nos esforcemos lo suficiente por leer lo que se escribe en nuestra propia lengua.
– Los libros no dejan de ser ideas que pueden germinar en los otros, ¿qué sentís que deja tu libro en los demás?
– El mundo en general y el mundo cultural, en particular, sigue siendo sexista, machista y diría que hasta misógino y es muy necesario leer, hacer genealogía, dar con ejemplos de escritoras que en su momento fueron tildadas de chillonas y rabiosas y traerlas como ejemplo para tomar el control de nuestra escritura presente y el control del poder en los espacios públicos. La lectura es una herramienta de empoderamiento feminista.
Al escribir inconscientemente la trama de sus vidas futuras o al tratar de poner por escrito con honestidad la vida ya vivida, las mujeres han tenido que vérselas con el poder y el control.
En España hubo una generación de mujeres que fue completamente silenciada y borrada y que apenas ahora comienza a descubrirse. Me refiero a las modernas, las sinsombrero, las mujeres que se formaron vivieron en torno a la Residencia de Señoritas de Madrid y al Lyceum Club Femenino. Una de ellas fue Carmen Baroja, que escribió a lo largo de su vida unas memorias muy valiosas para entender lo que era la vida de una mujer del XIX. Ella entendió que el relato de la vida de una mujer si aspira a ser honesto no debe oculta la rabia ni la ira sino reivindicarla para dar un retrato más verdadero de la vida de una mujer. Y en esa línea se inscriben las obras autobiográficas de autoras como Carmen Conde, Rusa Chacel, Ernestina de Champourcin, María Teresa León y Concha Méndez o en un plano más contemporáneo y cargado de humor —un caballo de Troya para las feministas en el siglo XXI— las de Caitlin Moran, Kate Bolick, Lena Dunham, Amy Schumer, Roxane Gay, Mindy Kaling, Amy Poehler o Tina Fey. Y supongo que también Mamá, quiero ser feminista.
Lo que yo quería era romper el silencio, hablar de algunos tabúes y vergüenzas, tomar el control de mi vida contándome a mí misma a través de la historia de otras muchas mujeres que vinieron antes que yo y servir también así para las que vengas después, para todas esas chicas que en sus casas se sienten perdidas y quieren tomar el control.