La obra con Araceli González y Facundo Arana se presentó en Córdoba el último fin de semana en el Pabellón Argentino, y la ocasión fue una hermosa excusa para recordar la novela de Robert James Waller, que se centra en los personajes de Francesca Johnson y Robert Kincaid.
Una pasión que cambia tu vida, arrastrando, como en una tempestad, tus viejas creencias, hábitos y fundamentos, hasta que te quedas desnudo en tu esencia. O un amor construido con los años, pero que se vuelve rutinario, y ya no sabes si algún día lo deseaste de verdad o apenas te acostumbraste a la seguridad y comodidad que te proporciona. Esta es la duda que levanta “Los puentes de Madison¨, el romance novelado del escritor estadunidense Robert James Waller que saltó a la popularidad cuando se transformó en la famosa película de 1995 protagonizada por Clint Eastwood y Meryl Streep. Adaptado al teatro bajo la dirección de Luis Romero desde el año pasado, la obra subió a escena el pasado fin de semana en la piel de Araceli González y Facundo Arana en la Sala de las Américas de la Ciudad Universitaria.
Francesca Johnson, interpretada en esta ocasión por González, es una ex profesora de literatura que abandonó su tierra natal en Italia post Segunda Guerra Mundial para ir a vivir a Estados Unidos con su esposo, un ex soldado norteamericano. El personaje -conocido por el público por la interpretación de Streep para el cine- y como eje central del relato, tiene cuatro días de descanso – como pocas veces ocurre- del triple rol que desempeña en su vida: ama de casa, madre y esposa. Los hijos y el marido, acá Alejandro Rattoni, se van a una Feria Rural y ella se queda en casa para tener un respiro. La tranquilidad, sin embargo, se transforma en amenaza cuando un golpe en la puerta cambia sus planes. El fotógrafo Robert Kincaid, interpretado por Facundo Arana, ingresa en su cocina para preguntar la dirección de unos puentes que deseaba fotografiar. Es cuando la decisión de acompañarlo transforma la vida de los dos.
La escenografía elegida para la sala del Pabellón Argentino fue sencilla y representaba una cocina dotada de pocos elementos: una puerta, una mesa con algunas sillas, armarios con tazas, platos y vasos, y un placard con una radio antigua. Fue allí donde se desarrolló casi todo el espectáculo. La imaginación, sin embargo, fue lo que rellenó la ambientación de aquel pequeño condado en el estado de Iowa en los Estados Unidos.
Otro de los puntos positivos del ojo del director de la obra, fue transformar de forma ingeniosa a Lucrecia Gelardi y Matías Scarvaci (representando a los hijos de Francesca) en personajes y narradores de la historia a la vez. Así los actores cuentan durante la obra sobre su madre, por medio de la lectura de una carta que les dejó para que lean tras su muerte y a través de sus relato suman detalles de los paisajes campestres y de los sentimientos de los protagonistas, que permiten construir de manera acabada los personajes en la mente de los espectadores. Son ellos también los responsables de aportar el toque de humor a “Los puentes de Madison”, captando, y robando -por qué no-, muchas veces la escena, con sus expresiones faciales y locución precisas.
Arana ingresa al escenario y, así como Robert deja a Francesca sin aliento, el público femenino que compone la casi totalidad de la platea suspira. El porte de galán es utilizado por el actor que se aprovecha de la admiración de sus seguidoras que lo acompañan desde los ’90, cuando se hizo famoso con las novelas juveniles. Sus actitudes se muestran por veces hasta exageradas, con pasos largos, el trípode de la cámara en los hombros y el mentón apuntando en alto de forma sobreactuada. Muy diferente de la actuación siempre contenida de Clint Eastwood. Su presencia seductora genera cierto alivio cómico para la carga dramática de la trama y no hay mujer que no enrojezca cuando él saca su camisa.
González construye una Francesca especialmente humana. Una mujer que como tantas otras es madre y esposa, pero que es mucho más que los roles a los que la sociedad quiere resumirla a que sea, sin tantas aristas. Los monólogos de la actriz y sus ademanes, tocando el cuerpo en frente al espejo o caminando por el hogar como si este compusiera una parte más de su cuerpo se vuelven el cemento sobre el cual se sostiene la historia.
La pareja tiene el gran desafío de hacer que la audiencia crea en la pasión que Francesca y Robert comparten en el escaso tiempo que pasaron juntos. Misión que se complica cuando esos cuatro días tienen que comprimirse en el tiempo dividido en el escenario. Lo logran. La intimidad de la pareja se va construyendo en los diálogos y en las miradas cómplices. El público mira por la ventana de aquella cocina como si estuviese invadiendo momentos estrictamente privados de dos personas que se están descubriendo y conociendo. La tensión es palpable.
Luego de la escena en que comparten la cama, cuando todas las luces del teatro se apagan excepto por el foco colocado sobre los protagonistas, González traspasa todo el dolor de tener que dejar que Robert se vaya de su vida. La ruptura se da cuando ella se levanta el día siguiente sin haber dormido y el público acompaña la realidad del día después de que se entregaron y a la vuelta a la responsabilidad. Es ese el momento más fuerte de la obra y logra arrancar las lágrimas del público.
El amor de la ama de casa y el fotógrafo se siente como una historia real que podría pasar en cualquier rincón del mundo en este mismo instante. Quizás en la actualidad sería fácil para aquellos protagonistas mantenerse en contacto luego de despedirse y otra sería la historia. Pero lo que no cambia, a pesar de la modernidad de algunas cosas, es la latencia de aquellos relatos que se mantienen en el tiempo por su simpleza e intensidad: dos personas que se ven intrigadas por la fuerte conexión que entablan y que se entregan a este deseo. El alfa y omega del romance en las letras.
El final es conocido por todos, sin embargo, nada impide que el público sufra como si los sorprendiera por primera vez. Por cuatro días la vida les permite a dos desconocidos ser exactamente quienes son, sin máscaras sociales. No hay otra cosa salvo ellos dos. Ese amor los marca tan profundamente que sus últimos deseos es que sus cenizas sean esparcidas en “Los puentes de Madison”, donde podrán finalmente rencontrarse. Porque, en palabras de Robert, “en un universo de ambigüedades esta clase de certeza solo se da una vez en la vida, por muchas vidas que nos toquen vivir”.