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"Las palabras y los días", un libro como registro de un gran lector

 

El libro que hoy traigo a colación es un libro que no compré ni elegí sino que me ofrecieron. Es un libro prestado, y quien me lo prestó, un avezado lector, ni bien me lo obsequió temporalmente de su biblioteca, me dijo que estaba llevando lo mejor del autor.

Yo no iba a elegir este título, y lo cierto es que había estado un rato largo dudando sobre qué  elegir de Abelardo Castillo ya que, debo confesar, a mis 35 años todavía no había leído nada. Dispuestos en amplios estantes los libros esperaban y había mucho para elegir. Y fue ahí, justo cuando el conocedor me vio dudando, que se adelantó a mí decisión, eligió y me lo dio confiando en su determinación.

–“Pero son ensayos”, comenté.

-“Lejos, lo mejor de él”, sentenció.

Y como a los libreros con años de oficio, le creí.

 

Por supuesto que para llegar a decir que “Las palabras y los días” es o no el mejor libro de su autor, debo leer mucho más de  Castillo en sus 50 años como escritor. Sin embargo, déjenme decirles que este texto se abrió ante mí como una puerta a una lectura que se sentía tan compleja y sencilla a la vez que tuve la extraña sensación que lo (re)leía y lo descubría al mismo tiempo. No sé cómo explicarlo. Sólo sentí que su autor me hablaba de una manera tan natural, a mí -que lo leía con décadas de por medio-, a mí -que fui siempre muy detrás de su generación-, a mí -que ni siquiera viví un día en su querido Buenos Aires-, que fue imposible despegarme de sus páginas hasta terminarlo.

 

Abelardo Castillo fue novelista, cuentista, dramaturgo y también ensayista. “Las palabras y los días” es, ya lo dije, un libro de ensayos. Pero sería falso, descortés e incluso mezquino de mi parte referenciarlo sólo así. Los 23 textos que lo integran fueron parte de la vida del autor, escritos entre 1960 y 1999, y narran no sólo hechos  ocurridos en ese período de tiempo sino que se cruzan directamente con sensaciones  y sentires de su autor en aquel momento. Algo así como las Aguafuertes porteñas de Arlt, pero sin la urgencia de publicación que se desprende de ellas cuando salían cotidianamente en el diario El Mundo.

Por eso digo que son ensayos, y no lo son, porque Castillo habla de aquello que lo conmociona –como la ciudad de sus amores, el tango, Herman Hesse, el café con los muchachos, la muerte de Sartre o Cortázar- pero al mismo tiempo va conformando universos narrativos donde pareciera que estas personas o espacios reales son, extrañamente, personajes y espacios ficticios.

 

Dice Castillo, en el prólogo del libro, que estos textos tuvieron un origen “casi oral”. Y es allí donde –creo yo- aparece la magia de cada uno de ellos, ya que por más que los leamos una y otra vez, al hacerlo sentimos a su autor relatándonos aquello que alguna vez quiso contar. Como si hubieran surgido en una charla de café y ahora somos testigos de la conversación. Fundamentando su publicación, el autor también señala en el prólogo que cada uno de estos ensayos fueron surgiendo de manera ocasional, “regidos por el azar o la contingencia como surge toda poesía, literatura o el arte en general” como anticipando que muchos de ellos pueden sonar desencajados en el aquí y ahora de quien los tome un día cualquier muchos años después, por estar lejos de aquel presente en que se escribieron.

Sin embargo, pasa todo lo contrario.

 

Aquellas palabras de aquellos días no sólo nos interpelan en la actualidad, sino que también son una guía imprescindible para ir descubriendo lo que pensaba Castillo a medida que se iba consagrando en sus propias letras. De hecho, “Israfel”, “El otro Judas”, “El que tiene sed”, “Crónica de un iniciado” y “El Evangelio según Van Hutten” son escalas a lo largo de su andar creativo, que hasta pueden encontrar en este ensayo  algunos ecos y reminiscencias. Algo así como el diario de un escritor, como la bitácora  de aquellas palabras e ideas que se escapan de la rutina propiamente dicha y programada del autor, que luego se convierte en un gran testimonio.

Porque si las novelas, los cuentos y las obras de teatro que escribió Castillo marcaron y delinearon sus universos creativos, “Las palabras y los días” son una clara fotografía de él como hombre, amigo, ser social y sobre todo lector mientras se convertía en uno de los grandes autores argentinos.

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