Hoy leemos a… Graciela Bialet

La escritora cordobesa comparte con Babilonia el cuento «Ecológica es la vida», un relato tierno y conmovedor en el que prevalece el estilo juvenil y fresco que caracteriza a su obra.

 

 

 

Querido Pedro:

                  Después de tantos años sentí la necesidad imperiosa, casi urgente, de sentarme a escribirte esta carta. Pensar en nosotros, juntos, en nuestra tierna relación, comenzó a quemarme los recuerdos.

                  Hace unos días acomodando viejas cajas y carpetas escolares, un trozo de papel periódico salió volando y planeó como hoja de otoño, aterrizando exactamente ante mis ojos. Sí,  hallé aquel recorte de diario amarillento en el que aparecías, asustado y solo, tras las rejas de una comisaría policial de barrio. La infancia me brotó por los poros y  transpiré íntegra, buscando explicaciones.

 

Realmente era una nota curiosa. Un puma atrapado en plena ciudad por la policía. Ridículo e infame, pero real; era tu historia, tu foto, ¡¡¡eras vos!!!…

 

 

                  Papá no debió impedir que el comisario llamara a los veterinarios del zoológico para que te llevaran, tal vez así tu destino hubiese sido otro, tras rejas también, pero distinto al que tuviste. ¡Bah! ¡qué sé yo!, a medida que uno va viviendo se entera que el hoy es una medida indescifrable y que el futuro, solo un horizonte de sorpresas a la tierra prometida. El destino calza como una prenda íntima, irrevocable, tejiéndose original y apasionadamente al cuerpo. Vivir es un constante presente.

                  ¡Y tu destino fue tan especial! Mira que venir a caer en manos mías para criarte, luego de que papá  trajera a casa dos preciosos cachorros de pumas, al regreso de una de sus habituales cacerías, luego de hallar muerta a la maravillosa hembra puma adulta que fue tu madre. ¡Eran ambos unos bebés ma-ra-vi-llo-sos: un macho dorado y una hembrita de color canela.

                  Papá llegó aquel día con ustedes dos envueltos en un mantel, y con lágrimas en los ojos nos contó la triste historia. Recuerdo que dijo: “Hoy cuelgo la escopeta”. ¡Estaba tan apenado! y tras decidir que las crías se quedarían en casa hasta que pudiesen comer por su cuenta, abandonó para siempre aquella práctica espantosa de hacer deporte con vida ajena.

                  La hembrita canela estaba tan asustada que reaccionaba con violencia extrema ante toda muestra de cariño. Yo creo que extrañaba mucho el olor de su mamá. Lo cierto es que la mía la despachó rápido de casa: a la mañana siguiente del arañazo que me costó una cicatriz de tres puntos en el brazo, la fletó al zoológico. Vos quedaste en nuestro patio porque yo lloraba desconsolada y amenazaba con morirme de pena encerrada en mi dormitorio si osaban llevarte también.

                  ¿Recordás el desalojo de muñecas que hice entre mis juguetes para prepararte la cunita con sábanas floreadas donde dormías? Cuando mamá salía de compras yo iba en puntas de pié y te daba vía libre a mi cuarto, a tu cuna que escondía dentro del placard. ¡La de biberones  que rompiste jugando a desprenderles la tetina! Y cómo asustabas al benteveo, al siete colores, a las cotorritas y al zorzal saltándoles y haciendo piruetas para alcanzarlos en sus jaulas. ¡Cómo nos reíamos papá y yo al verte intentarlo! Mamá no le veía la gracia, no, ella rezongaba que desde que habías llegado ya sus pájaros no cantaban alegrándole las mañanas cuando salía a regar las plantas del patio.

 

                  Lo que no recuerdo es por qué elegí llamarte Pedro. No sé, nadie se llamaba Pedro en mi vida antes de tu llegada. No conocía a ninguno. ¡Bah!, será por lo mismo que a mi primer muñecote con cara de bebé de verdad, aquel  gordito, mullido y arropado que despanzurraste poco antes de irte, lo bauticé Maximiliano Huguito, porque me parecía un nombre tan largo como distinguido. Ahora que pienso, Pedro suena a piedra, a roca, y vos eras tan fuerte como una mole, quizá por eso fue, ¿no?

 

                  ¡Ay, Pedro!, si no hubieses saltado la tapia para descuartizar a las gallinas de la vecina del fondo. Ni que yo no te hubiese dado de comer. Papas fritas, mis galletas de la merienda, las bananas del postre, todo te daba, pero vos querías esas mugrosas gallinas con las que volviste en la boca a casa, arrastrándolas por el pescuezo, lleno de plumas y sangre chorreada. Ese fue el primer incidente. Papá tuvo que pagarle a Doña Teresa las tres lastimosas aves y arreglarle la red metálica del gallinero para que no te denunciara. Y vos como si nada, relamiéndote con la travesura.

 

                  La segunda fue peor y nos costó tu separación de casa. Jugábamos como todos los días cuando yo regresaba de la escuela. Me tiraba panza abajo sobre mi cama y ¡Buááááá!… me hacía la que lloraba. Entonces entrabas sigilosamente por la puerta del patio, cruzabas al sector de los dormitorios evitando toparte con mamá y desde el pasillo saltabas encima mío, a mi cama y me lamías el pelo como un gato lava su piel.

 

                  Aquel día mamá llegó a mi cuarto corriendo atrás tuyo y nos echó de ahí. “¡Fuera!” Por desgracia para ella, la puerta de su dormitorio se hallaba ante tus ojos, abierta, por primera vez. Fue ver el cubrecamas de mamá para que se desatara el acabose. Destrozaste íntegramente aquella manta de pieles de zorros cazados por papá ¡no dejaste ni una sola cola en su lugar! ¡Y eran catorce las que pendían por los laterales de la cama matrimonial! ¡Con el trabajo que le había dado a mamá coser aquel abrigo peludo!

 

                  Al día siguiente, cuando volví de la escuela ya no estabas en casa. Papá te había llevado al galpón de su negocio de desarmadero de coches desvencijados. Allí te encadenaron a unos barrotes de hierro para que te acostumbraras a estar atado. Lloré y pataleé hasta que las piernas me quedaron más hinchadas que los ojos, pero no hubo caso. Mamá estaba decidida a sacarte de nuestra casa y lo logró. La verdad es que hacías poco por obedecer mis consejos de hija conocedora del paño y genio de quien nos daba de comer.

 

                  Resignada, te iba a visitar día de por medio. Volvía corriendo del colegio, hacía la tarea a mil por hora y esperaba con el café servido a que papá despertara de su siesta para ir a su negocio. Me montaba en la camioneta y se me hacían interminables las cuadras, los semáforos, las avenidas y los barrios que pasábamos hasta llegar a tu encuentro. Entonces era yo quien entraba sigilosa y saltaba arriba tuyo esquivando los grilletes de metal con que te ataban. Cuando te calmabas y dejabas de lamerme, Chiche, el empleado del depósito de chatarra de papá, te soltaba y entonces nos poníamos juntos a revolver el lugar. Trepábamos sobre las máquinas, coches y tractores desarmados. Aquello parecía un monte de latas y óxidos. No era tu paisaje natural, pero servía de jungla de juegos para nosotros. Luego yo me iba y ellos te ataban otra vez.

 

                  Una noche papá volvió tarde y pálido del negocio, me contó casi en secreto, para que mamá no escuchara, que estando en medio de un asado que ofrecía en el depósito a unos colegas del rubro, Chiche se pasó de listo, el muy chistoso, y te soltó. Con tu paso silencioso te acercaste a los comensales. Papá te vio y supo que no atacarías a nadie, lo que no pudo prever fue que un gato, que ocasionalmente estaba allí para arrebatar sobras, quedara al alcance de tu felina mirada. Dijo que lo cautivaste con la mirada hasta inmovilizarlo, dejando al gato como una estatua con la espalda curva del susto. Te acercaste suavemente y ya frente a él, le arrebataste la cabeza de un solo manotazo. El revuelo de comensales fue pavoroso. Corrían como si se hubiese desatado un incendio. El asado terminó ahí, con Chiche castigado y vos condenado a cadena perpetua, esta vez más larga que la anterior para que pudieses moverte mejor dentro de una zona delimitada, tu corral permanente.

 

                  Por suerte, nadie denunció el hecho, aunque papá perdió a más de un amigo.

                  No corrimos la misma suerte con aquel pobre señor que meses después, un día nublado y ventoso, entró al depósito en busca de algunas piezas para un motor, enfundado en un impermeable amarillo y brillante que lo protegía de una garúa finita, pegajosa y persistente. El hombre se agachaba, se paraba y se volvía a arrodillar para revolver piezas entre la montaña de hierros y tuercas, sin siquiera sospechar tu presencia y menos aun saber que invadía los límites de tu cautiverio. Me imagino ahora que fue irresistible ver el movimiento de aquella tela plástica luminosa meneándose entre el gris de los metales y las piernas del pobre cliente, que no pudiste perder la ocasión de acercarte a ver qué era aquel reflejo de color fosforescente en la tormenta, que no imaginaste que ese humano se asustaría de tal manera al verte juguetear con tus garras la punta suelta de su impermeable. ¡Si hubieran sabido, los que luego te acusaron, el susto que te diste cuando el hombre cayó desmayado al suelo! ¡Si te escondiste en tu refugio bajo la escalera y no saliste de ahí en horas! Pero no hubo caso, ni los médicos que lo asistieron, ni los familiares entendieron tus razones, hasta que se comprobó que aquel señor estaba fuera de peligro y repuesto del pánico.

 

                  La cadena se acortó nuevamente.

                  Tal vez por eso, sobrepasado de cautiverio, es que empezaste a ver con rabia a los chicos que salían de la escuela vecina con sus guardapolvos blancos y se paseaban frente a tu selva de latón. Desde el portón se asomaban para tirarte piedras y bolas de papel mojado. Quizás ellos te recordaban nuestra amistad haciéndote sentir que me extrañabas, como antes a tu mamá. ¡Vaya uno a saber! Lo cierto es que fue muy imprudente saltar hasta cortar tu cepo y soltarte aquella vez, rotas las cadena, libertad, libertad, libertad, para correr a esos chicos hasta la plaza. ¡El susto que se habrán llevado! Yo sé que no quisiste dañarlos, porque hubieses podido hacerlo de sobra. Los corriste y los encerraste en alocada carrera de círculos de polvo y patas al viento, ¡claro que hubieses podido atacarlos si hubiera sido tu intención! Pero solo querías asustarlos, jugando, que era la única manera que conocías para comunicarte con los humanos.

 

                  Esa vez los policías te arrestaron y te pusieron tras las rejas, y al llegar unos periodistas te sacaron fotos, y los flashes incandescentes te cegaron, y ¡flash… flash… flash!, uno y otro más, atacándote con sus luces, y al rato los policías amenazando a papá que llegó apenas pudo, y él gritando, y vos rugiendo, y de nuevo al ataque, al acecho, y papá que discute, y vos que aprovechás que alguien abre la puerta y saltás, y papá que te corre, y los uniformados los persiguen, y mamá y yo que llegamos en el auto justo en ese momento, y vos que pasás al lado nuestro corriendo sin mirarnos, y luego un policía dispara y acierta, y vos que caes entre el asfalto y un poco de césped de la vereda, y te morís sin mirarme, delante mío, y yo que grito ¡bestias! ¡bestias! ¡bestias!, y vos lo mismo te morís, por suerte sobre una mancha verde de pasto, sin mirarme, delante mío que te quería como solo se ama a una mascota, y yo que grito ¡bestias! ¡bestias! ¡bestias!… ¡qué bestia hemos sido todos!

 

                  ¡Fue tan cruel verte ahí tirado!, levantarte entre muchos hasta la caja de la camioneta de papá y de ahí a cualquier lado. Dimos vueltas sin sentido, sin saber a dónde ir. Finalmente papá rumbeó hacia las afueras de la ciudad, manejó mucho, no sé qué tiempo. Mamá nos seguía en su auto, como en un cortejo de despedida. Yo solo lloraba.

 

                  Nos detuvimos en un monte, a la ladera de una sierra. “Aquí lo encontré”, dijo papá. “Aquí lo enterramos”, dije yo. Con escasas herramientas cavamos un hoyo. Con mucho dolor te acomodamos en su cuenco, como si fuera tu antigua cunita. Sería para siempre tu eterno refugio de tierra. ¡Es tan ecológica la vida! ¡Tan natural su destejida existencia!

                  Mamá me abrazó y cantó una plegaria. Papá rodó una lluvia de maldiciones y culpas que nos cayó a todos encima. Yo trasplanté desde los alrededores unas cuantas flores silvestres para adornar tu tumba.

 

                  Cayó la tarde y volvimos a casa dolorosamente reconfortados. Por fin te habíamos devuelto a tu mundo sin smog. Por fin habíamos aprendido tu lección de vida y apenas entramos, sin mirarnos, fuimos los tres al patio, y sin palabra viene o palabra va, abrimos la puerta de la jaula del siete colores, también la del benteveo, la de las cotorritas y la del zorzal. Al principio no se movieron y nosotros no quisimos asustarlos empujándolos a su libertad. A la mañana siguiente habían descubierto solos su nuevo rumbo, su destino de celeste cielo.

 

                  Ya conté cómo transcurrió el fin de tu historia. Era mi deuda pendiente. Aún me da vergüenza haber sido cómplice de aquel desquicio. Solo puedo saldar mi cuenta de penas con palabras. Las palabras son poderosas como manos solidarias, como luces en medio del mar,  diamantes de mil signos. Me liberan  condenándome a componer su sinfonía de verdades.

 

                  Por eso, voy a dejar esta carta en el buzón del mismo diario que publicó aquella nota con tu foto hace diez años, para que la leas desde el corazón de todos aquellos que aman a sus mascotas.

                  Pedro querido, vuelvo a decirte adiós. A vos y a mi reciente infancia los despido con idéntica ternura pero con mucho más respeto, sabiendo ya que cada uno ocupa un lugar en el mundo y en los recuerdos. Los llevaré listos y a mano para orearlos cuando las pasiones no alcancen, cuando sienta urgencia por defender la vida, o cuando, como hoy, necesite reparar los gajos de la melancolía.

                  Hasta siempre.

 

Leticia                                             

 

 

Sobre Graciela Bialet

 

 

Profesora de Enseñanza Primaria (Centro Educacional de Córdoba), Comunicación Social (Universidad Nacional de Córdoba, Argentina) y Licenciatura en Educación (Universidad Nacional de Quilmes, Argentina) y Máster en Promoción de la Lectura y  literatura infantil (CEPLI, Universidad de Castilla La Mancha, Cuenca, España).

Integró desde sus inicios la Comisión de  Programación de la Feria del Libro de Córdoba, y colabora organizando las Jornadas de Educación y para estudiantes de todos los niveles escolares con modelos lectores e intercambios autor-lector, desde 1985.

 

Participa anualmente en el Foro de Fomento del Libro y la lectura -y algunas otras actividades- que organiza la Fundación Mempo Giardinelli (www.fundamgiardinelli.org.ar).

 

Actualmente integra el Comité Académico de la Maestría en Literatura para Niños, dependiente de la Escuela de Posgrado de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario.

Durante diez años (1996/2006) dirigió la querida Biblioteca Provincial de Maestros.

Creó y coordinó, entre 1993 /2007, el programa de promoción de la lectura: VOLVER A LEER, destinado a las escuelas de todos los niveles del Ministerio de Educación de la Provincia de Córdoba. Dicho programa recibió en 2005 el reconocimiento internacional por la Organización de Estados Iberoamericanos y la CERLARC, por su continuidad y desempeño desde una órbita estatal, durante una década y media. Y en 2007 el Premio PREGONERO INSTITUCIONAL de la Fundación El Libro de Buenos Aires.

 

Fue referente jurisdiccional del Plan Nacional de Lectura, de la Campaña Nacional de Lectura y del Proyecto BERA (Bibliotecas Escolares de la República Argentina) en el Ministerio de Educación Ciencia y Tecnología de la Nación (2003-2007).

Abordó géneros de la Literatura Infanto juvenil, la novela, el ensayo y textos pedagógicos para niños y para docentes. Elaboré diseños y desarrollos curriculares de Literatura y de Lectura, a nivel provincial y nacional.

 

Tiene más de 50 obras publicadas, entre éstas «Los sapos de la memoria», «El jamón del sánguche», «Si tu signo no es cáncer», «El que nada no se ahoga» y «Hada desencantada busca príncipe encantador», entre otras. 

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