Si durante un tiempo propusimos para esta página el segmento que llevaba por título “Clásicos en colectivo”, aprovechando las rutinas en transporte que nos llevan y traen del trabajo o estudio para leer relatos de autores universales, con Cortázar deberíamos inaugurar “Clásicos para leer sin pestañear”.
Es que Cortázar no permite distracciones, no acepta una atención compartida, es de lectura egoísta. Una coma, una palabra, una frase que pierdes de vista, quedas fuera de juego y tienes que volver a empezar.
La biblioteca de Cortázar es vasta e interesante, y en concordancia con las reediciones que se encuentran hoy en día en las librerías (desde noviembre del año pasado se han publicado casi todos sus títulos y también textos inéditos), recomendamos en esta ocasión “Las armas secretas”, publicado por primera vez en 1959, que se lee como la antesala experimental de lo que luego fue Rayuela. “Las armas secretas” es, en realidad, el cuento que cierra el tomo. La frutilla de un postre que comienza con “Cartas de mamá”, y sigue con “Los buenos servicios”, “Las babas del diablo” y “El perseguidor”, que se disfruta lento y pausado, deteniéndose en todas las emociones que elige el autor hacernos pasar.
Para quien jamás haya leído al autor, es bueno adelantar que en el universo Cortázar no hay un tiempo y un espacio determinado, y si lo hay, es sólo por momentos, para que el lector pueda ubicarse con respecto a la temática, para luego cambiar el eje y llevarnos a otro ángulo para analizar eso mismo, pero en otra perspectiva. Como lo que ocurre en “Las babas del diablo”, cuando el personaje central, fotógrafo él, observa a través de una lente la situación entre un joven y una señora en plena calle, esperando el instante preciso para retratar aquello que después perdurará en el tiempo, y luego ese instante se pierde en el destino y cuando nuestro personaje abre el plano, se encuentra con que esa realidad que creía ver era sólo parcial.
Es fundamental decir también que su escritura nunca es lineal, y que avanzar en este terreno del relato fragmentado, no tanto en su temporalidad, sino en las emociones de sus personajes, ha sido su gran innovación literaria. Los cuentos de “Las armas secretas”, de hecho, son clave para entender la dinámica el autor.
Pero volvamos al principio. El libro comienza con “Cartas a mamá”, historia que expone de manera magistral cómo juega en nuestra realidad aquello que guardamos en nuestra memoria, lo dicho y no dicho, por más que creamos haberlo olvidado. El inconsciente que se hace consciente sin que lo querramos, como ese pasado que vuelve para otra vez modificarnos. Mamá con sus cartas le comenta al protagonista aquello que está por suceder, aunque del otro lado, quien lee está seguro que no pasará, porque es realmente imposible. Pero Cortázar va más allá, ¿qué es real y qué no, al fin y al cabo?
Los personajes de este referente de las letras argentinas son complejos, inestables e incoherentes. Cortázar siempre parte –o por lo menos en este libro-, de las grietas que hay en cada uno de ellos como el punto de partida del relato.
Y es en “Las armas secretas”, donde más se entiende su forma de narrar. Pierre es un joven totalmente obsesionado con acostarse con su novia, Michelle. Sin embargo, ella, aunque se insinúa, termina siempre evadiendo el momento. Pierre se pierde en su laberinto de pensamientos del por qué de esta situación, y en cada encuentro fallido, nace una nueva frustración. Cómo el cuerpo se convierte en un arma y el ¿amor? en un crimen, es algo que sólo descubriremos al finalizar el cuento. La locura está latente en cada uno de los relatos de Cortázar, quizás ahí encontremos la clave para entender lo que quiere decirnos.
Como pocos, Cortázar logra en pocas páginas narrar de manera extraordinaria las pasiones humanas. Sus relatos manejan nuestra tensión de manera tan precisa, que es imposible abandonar los personajes a su suerte. Aunque su trama sea – por momentos- caótica, debemos volver a empezar. Por eso lo aconsejo como lectura para tiempos extensos, a Cortázar no le gusta que lo pongamos en segundo plano y menos aún, que lo llevemos en el colectivo.