Hace menos de un año, Antonio Dal Massetto nos dejó, y partió. Y como un guiño del destino, su última novela nos invita a ser parte de un viaje. Vale la pena acompañarlo.
La historia nos invita a entender a un hombre solo. Un hombre que no sabemos qué tuvo ni qué quiere tener, y que está sólo. Solo, y mirando un horizontes de problemas.
Quien relata, en tercera persona, cuenta sobre este anónimo, en medio de esta modernidad, a veces contenedora, muchas otras excluyente, que ve, sin observar, cómo su vida continúa lenta y a punto de desplomarse.
De repente alguien cercano, buscando ayudarlo, le aconseja hacer un viaje.
Irse siempre es una salida de emergencia que puede funcionar. Alejarse y ver en perspectiva puede llevarnos a encontrar una salida a eso que nos hace sufrir, a eso que parece no tener nada bueno para ofrecernos.
Entonces ese hombre urbano, lleno de interrogantes, acepta irse. Y llega a un lugar donde nadie lo conoce, donde nadie puede juzgarlo, ni siquiera él mismo.
A partir de un registro personal minucioso y contemplativo, el autor italiano radicado en Argentina desde pequeño, nos regala un relato por momentos dramático, por momentos esperanzador. Nos muestra que lo desconocido puede permitirnos muchas veces barajar y dar de nuevo, y dar vuelta la página.
En una realidad ahora diferente, ese mismo hombre es capaz de reinventarse. Y observa a su alrededor, y ese entorno, le permite volver a él mismo. Ve el desamor, la vida y la muerte, el miedo, la cordura y la locura. Se ve en todos aquellos que va descubriendo. Y entre ellos hay una mujer. Una mujer que jura haberlo conocido desde antes, y que entabla con él una relación. Se encuentran en un bar todas las noches, y él se prende en el juego propuesto, dando rienda suelta a su imaginación. Nunca sabremos si sus diálogos se basan en algo real o ficticio. Su juego es también didáctico para nosotros, porque en última instancia nos permite fantasear con nuestra propia vida, con eso que pudo haber pasado y no pasó, y quedó girando en nuestros recuerdos.
Otros personajes también son parte de esta historia, y cada uno de ellos ayuda a configurar la silueta de una ciudad lejana, que queda cruzando el océano. Una isla del mediterráneo, que le permite ser, y recrearse.
Durante todo el relato, la imagen de un hombre que camina es constante. Y esa tranquilidad de peregrino
es la que nos permite seguir leyendo, y entender que, a pesar de todo, el movimiento es lo único que nos impulsa a seguir viviendo.