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Wilde de paseo en colectivo

 

Con este comentario inauguramos una sección que saldrá una vez al mes. Aquí la periodista Florencia Vercellone nos propone algunos clásicos para leer mientras viajamos en el colectivo. Hoy le toca el turno a Oscar Wilde. 

 

 

 

 

 

Leer viajando en colectivo no es lo mismo que leer sentado en un sillón en casa.

Vale la pena aclararlo.

En primer lugar porque en la comodidad de nuestro propio hogar, e inmersos en un tiempo por nosotros elegido, es difícil perder el control de la lectura y de la prosa, situación que ocurre de manera totalmente opuesta en el asiento de un transporte urbano, cuando la escenografía es puro movimiento, y la atención sobre el texto es lo que marca el disfrute o no de la historia. Y en segundo lugar, porque no es uno quien elige el punto suspensivo donde frenar lo que venimos leyendo, sino la cercana o lejana parada que nos separa de nuestro destino.

Pues bien, hecha ya las aclaraciones, este comentario se inicia un buen día en que Wilde subió al autobús naranja, yendo de oeste a este de la ciudad.

Mucho antes de eso, escondido en un rincón de mi biblioteca, reposaba vaya a uno saber desde cuándo el pobre Oscar Wilde. Se trata de un librito pequeño (por supuesto lo conservo), dentro de una serie pensada para chicos en edad escolar, que guardaba en su interior dos de sus clásicos cuentos: “El fantasma de Canterville” y “El crimen de Lord Arthur Saville”. Sin dudarlo lo guardé en mi bolso e imaginé cómo cambiaría el trayecto hasta mi trabajo leyendo un clásico de la literatura universal.

Escrito en pleno siglo XIX, la modernidad en la forma de narrar de Wilde es casi insolente. Con un manejo sutil de la ironía y el sarcasmo, el autor inglés retrata cada uno de los personajes y escenas sacándole la lengua a las formalidades de la época, y su manejo del humor es tal, que parece adelantarse cientos de años abriendo sin duda una nueva forma de escribir.

Sin saberlo, había elegido una excelente oportunidad para iniciarme en las letras de Wilde, con dos historias que resumen en pocas páginas lo mejor de su obra.

En el Fantasma de Canterville, el texto ronda sobre una legendaria aparición sobrenatural, tan malévola como sensible, que no puede siquiera cumplir con su único objetivo de atemorizar, simplemente porque un par de norteamericanos descree de todo, incluso de los límite entre la vida y la muerte. Y en El crimen de Lord Arthur, en tanto, un joven inseguro de la Alta Sociedad es capaz de hacer trampas a su propio destino y convertirse en un asesino, con tal de cumplir lo que un quiromántico le leyó en su mano izquierda, y poder desposar a una joven de humilde origen.

Lo desopilante y lo absurdo son el eje de estas pequeñas historias que se mofan de una época victoriana y llena de falsedades.

Pero eso no es todo, porque el hecho puntual de encontrarme día tras día con Wilde arriba del colectivo hizo de la experiencia algo mucho más divertido que leerlo en la tranquilidad de mi casa.

La ansiedad que genera tener que cerrar una página a mitad de una escena excepcional porque se ha llegado a destino, es directamente proporcional a la calidad de la narrativa. Y créanme que he llevado cada bodrio de camino al trabajo, que me aburría cuando sólo habían pasado tres paradas. Y por último, y no más importante, la aventura ha valido la pena porque he cruzado más de una mirada curiosa y suspicaz, que de reojo miraba el libro y sus colores, y pensaban –quizás- que el tiempo muerto en un colectivo puede ser mucho más que eso.

Es entonces esta columna una invitación. O mejor dicho, una doble invitación. A (re)descubrir clásicos, por supuesto, y también a sacar a pasear antiguos o modernos libros, y subirlos al movimiento zigzagueante de semejante automóvil, para saber si vale la pena marearse un rato cada día leyendo una excelente historia de la literatura universal. 

 

 

 

 

 

 

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