Conmovedora, profunda, necesaria. La novela juvenil del español Alejando Palomas, distinguida con el Premio Nacional de Literatura 2016 en este segmento, pone sobre la mesa una historia atravesada por la ausencia y el abandono. Un niño de 10 años, Guille, dice que quiere ser Mary Poppins cuando sea grande, y su frase se convierte en la punta del ovillo de un libro inolvidable.
Las novelas escritas por el español Alejandro Palomas son, antes que todo, orgánicas, consistentes, sin puntos flacos. Sucede con las que forman parte de su trilogía ya publicada en Argentina, “Una madre”, “Un perro” y “Un amor”, y ocurre también con “Un hijo”, libro que obtuvo en 2016 el Premio Nacional de Literatura Juvenil. Son siempre relatos sólidos, que se presentan sustanciosos y sin grietas, y que cada una de las partes que lo conforman tiene una razón para existir. Nada falta, nada sobra y, sobre todo, nada está ahí por casualidad. Sus personajes, cada uno de ellos, son primordiales para entender tanto la macro historia como sus subtramas, y cada hecho, puntualmente cada hecho, desencadena otro y otro, y otro más, alimentando una narrativa que nos irá llevando desde la primera página hacia la última sin desalentarnos en ningún momento.
Todo empezó con…
Los primeros cuatro capítulos de “Un hijo” comienzan con la misma frase: “Todo empezó…” Primero lo dice el protagonista, Guille, luego su maestra, luego su padre y por último, su psicoterapeuta escolar. Podemos decir, entonces, que esta historia comienza con un hecho en particular, que al parecer tiene como testigos a dos de los personajes, pero que encierra (o encerrará) al conjunto del mismo. Ese hecho se circunscribe al momento exacto cuando una docente de 4to grado del colegio, pregunta a sus alumnos qué quieren ser cuando sean grande. Todos responden, incluso Guille, un pequeño que se ha sumado hace poco al grupo y da continuas muestras de timidez, quien sorteando el pudor de hablar en público expresa su deseo de ser Mary Poppins.
En medio de un colectivo uniforme de niños y niñas que anhelan convertirse en superhéroes, actrices y cantantes famosos o incluso deportistas campeones del mundo, Guille afirma, ante la incredulidad de su maestra, que quiere ser Mary Poppins.
“¿No preferirías ser otra cosa?, preguntará la señorita. “No”, dirá él.
La frase no termina de encajar en los oídos de la docente quien luego decidirá, por oficio y algo de intuición, indagar el detrás de esa construcción a futuro del pequeño, convocando a la psicoterapeuta escolar para descubrir lo que se esconde (o esconde) dentro del niño. Pero no sólo se interesará por lo que la terapeuta tiene para decir, sino también querrá saber qué opina el padre de Guille, Manuel, quien al ser solicitado desde el colegio, se muestra bastante ofuscado por tener que concurrir (otra vez) para hablar con las autoridades sobre su hipersensible, introspectivo, callado e inseguro hijo.
Estructurada de manera coral, donde las voces de estos cuatro protagonistas se cruzan y enlazan unas con otras conformando una trama que nos envuelve como lector, esta novela toma el desafío de hablar de varias cosas a la vez. Por un lado, y de manera comprometida, acerca del universo sentimental de niños y niñas atravesados por las ausencias y el desamparo, la mentira y la soledad. Palomas se pone en los zapatos de ese niño de diez años, y con escenas sencillas pero sumamente certeras, nos invita a descubrir cómo se ve el mundo cuando aquellos que deberían amarnos, protegernos, cuidarnos nos dejan a la deriva.
Por otro lado, “Un hijo” indaga y se pregunta la importancia de ese espacio escolar que muchas veces equivoca el método o sus contenidos, pero no deja de ser un lugar donde los niños pueden seguir siendo mirados a partir de sus individualidades. Quizás no haya, es cierto, muchas señoritas como Sonia o psicoterapeutas como María, pero qué imprescindible resulta cuando fomentamos el oficio docente como la vocación para descubrir, quitar el velo o potenciar lo que ni siquiera los mismos niños saben que llevan consigo.
Mary Poppins, ese inolvidable personaje imaginario, que llega sin avisar y se va cuando cambia el viento no es más que la excusa para narrar una historia sensible, donde el universo de fantasía es el anclaje real que tiene un niño para sobrevivir la ausencia de su madre. Un universo de fantasías que se verá cuestionado por adultos que tardarán bastante en darse cuenta qué es lo que tienen frente a sus propios ojos.