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#SoloAptoParaLectores: «El padre», de Fernanda Pérez (trabajo en progreso)

Este es el inicio de una novela que aún está en proceso.  Me habita desde hace tiempo y, sin embargo, no logro terminar. 
El inicio de este texto -contextualizado en la Córdoba de los años 40- está inspirado en un relato familiar vinculado a la trágica muerte de mi bisabuelo. Escribir es también un modo de exorcisar nuestros miedos y dolores, esos que llevamos impresos en el linaje. 

El Padre

Berta

Yo sé cómo suena el desasosiego, es un sonido seco y definitivo.  También sé a qué sabe y qué aroma tiene. Conozco además el día y la hora de su parición. 

Era la mañana de un martes de enero. Era el mediodía. Estaba colando los fideos, había en el ambiente olor a salsa y a carne en estofado. La piel se me había humedecido ante el vapor que exudaba la pasta. Quedé con la mirada perdida en el azulejo partido, ese que hacía más de seis meses teníamos que arreglar.

Miré el reloj, eran casi las doce y media. “Pierina, poné la mesa y andá a buscar a Marito, está con los chicos en la vereda”, le ordené.

Probé la salsa, estaba sabrosa aunque jamás lograría hacerla como mi madre. Volví a clavar la mirada en el azulejo. En marzo se iban a cumplir dos años de su muerte. Aún me costaba creerlo, aún la buscaba por los rincones. Me esforzaba todos los días por recordar su voz y su rostro. Su piel trigueña. Ese modo de andar altivo, seguro. 

Había nacido en cuna de oro. Criada para ser una princesa. Pero el amor trastocó su destino. Conoció a mi padre con tan solo 15 años. Él pasaba todos los días por la vereda de su casa. Ella lo observaba desde el balcón. Se miraban pero no intercambiaban gestos ni palabras. Un día -en realidad una tarde – él se atrevió a golpear a su puerta. Por aquel entonces trabajaba en el almacén del barrio. Era un muchacho bello, soñador, comprometido con causas idealistas. Mi madre solía decir que le fascinaba verlo siempre con un libro bajo el brazo y que la conquistó cuando le escribió algunos versos. Recitaba y hablaba como un poeta, de esos que suenan a románticos y locos. Solo eso bastó para Teodoro González Alberti la enamorara.  Sin embargo ese amor no fue tan fuerte como para impedir que él despilfarrara el dinero en su mayor vicio: el juego. 

Poco a poco, los bienes de Juanita Bolghieri fueron desapareciendo y lo único que quedó de la fortuna fue este cascarón señorial que aún habitamos en un barrio coqueto y cercano al centro. 

Cuando ella se enfermó, mi padre se quedó a su lado como perro guardián, absorbiendo sus dolores, cubriendo de besos sus lágrimas, llenando de promesas su agonía… Construyeron mundo de dos en el que nosotros cuatro quedamos afuera. Leopoldo debió relegar sus sueños de estudiar abogacía. Yo tuve que empezar a coser para doña Vilma, y Pierina y Marito prefirieron refugiarse en las travesuras de la calle, en los juegos con los chicos del barrio.

Llegó la muerte y lloramos. Pero no tuvimos demasiado tiempo para lamentarnos porque rápidamente empezó la decadencia.

Leopoldo consiguió empleo en un local que vendía lámparas. Yo tuve que hacerme cargo de la casa y trabajar más horas para doña Vilma. Pierina dejó el colegio para ayudarme en las tareas domésticas.

Marito era el único que lograba aún preservar su infancia, con sus 11 años no era del todo consciente de lo que ocurría. Recién comenzó a comprender algo cuando a causa de las deudas vinieron a llevarse el piano, ese que mi madre tocaba tan maravillosamente. Ya antes se habían ido, a manos de los usureros, algunas joyas, cuadros y unos cuantos muebles.

… Suspiré. Ese azulejo partido era un grito en la pared, era la evidencia de que andábamos barranca abajo. 

Hacía dos días que mi padre no iba a trabajar. Odiaba ese trabajo. Él, con su espíritu bohemio no hallaba paz entre las paredes de la sastrería. No sabía vender, pese a que tenía el don de la palabra. Así que en vez de asumir sus responsabilidades había optado por el encierro. Yo adoraba a mi padre, pero me daba rabia su entrega. Todo lo que él no podía hacer recaía en Leopoldo y en mí.

Por suerte su hermano, el tío Manolo, venía a vernos seguido. Era un artista solterón y encantador que nos arrancaba carcajadas. Un tipo cariñoso, que era bueno para dar consejos y mejor aún para escuchar sin juzgar. Pobre como una laucha, siempre con trabajos a medio tiempo y el resto del día pintando obras que finalmente regalaba a sus amigos (que los tenía por todos lados).

Mi tía Julieta, en cambio, casi no se acercaba a la casa. Y mejor así… La última vez había tenido un duro cruce con mi padre que terminó a los gritos. Ella estaba casada con don Francisco Echagüe, un hombre de campo, viejo y malhumorado. Su prosapia y matrimonio, habían hecho de mi tía una mujer estricta y petulante.

-¿Llamo a papá? -consultó Pierina y me arrancó de mis pensamientos. La miré y la redescubrí. Había crecido, llevaba con encanto sus 14 años. Se parecía a mi madre.

– Sí – mientras ponía los fideos y la salsa en una fuente le consulté – ¿Y Marito?

– Ahí viene, ese otro no me hace caso, ¿eh? 

– Ya lo voy a agarrar al malandrín, anda muy callejero. Vos avisale a papá.

-¿Leopoldo no viene?

-No, prefiere quedarse en el centro y ahorrarse el viaje. Es mucho gasto el tranvía.

– Pobre hermano, se debe estar cocinando, hoy está sofocante.

No terminé de decir eso que el desasosiego se materializó en mis oídos. El ruido me estremeció. Fue un estruendo letal. Al instante supe qué era. Se me cayó la fuente. En mis pies sentí el calor y la textura de los fideos. Mi nariz quedó impregnada con el olor a salsa. Mi cuerpo no respondió. La certeza me hizo caer de rodillas. Lo supe. Esa certeza, ese dolor, ese aroma, esos pies salpicados de fideo, esa verdad inevitable… Todo eso era el desasosiego.

Pierina

– ¡Papá! – grité. Bah, creo que grité. Al menos en mi interior grité. Cuando volví mi vista encontré a Berta de rodillas, con la fuente en el piso, rodeada de fideos, de salsa …. Corrí hasta la biblioteca y golpeé la puerta. Una, dos y no sé cuántas veces más. Mientras repetía desesperada: “Papá, papá, papito”… No tuve respuesta. Intenté forzar el picaporte, pero eran puertas pesadas.

De pronto Berta, llegó a mi lado. También forcejeó. Yo lloraba, ella en cambio estaba seria, concentrada. “Andá a llamar a don Tito y a sus hijos, deciles que traigan algo para abrir la puerta”.

Salí y en el camino encontré a Marito. Movida por la angustia y el desconcierto lo zamarrée.  “¿Qué te pasa, che?” me dijo. Y sin preámbulos disparé: “Dejá de pavear, no ves que hubo un ruido raro, como un disparo y papá no nos abre la puerta de la biblioteca. Entrá a la casa a ayudar a Berta”.

Él no entendió nada. Yo tampoco entendía. Nunca pude recordar cómo llegué a lo de don Tito, qué les dije ni en cuanto tiempo ocurrió todo lo demás. Todo lo demás…

Un tiro cambia, indefectiblemente, el rumbo de la vida. Para mi padre directamente la truncó, fue su paso a la muerte. Muchas veces mis hermanos mayores cuchicheaban entre ellos y decían -por lo bajo- que había sido un cobarde. Pero yo nunca lo vi así. Yo siempre creí lo contrario. Al fin de cuentas había que ser valiente para tomar un arma y terminar con todo. Yo no me hubiese atrevido. Él no podía con la vida. La muerte de mi madre había sido el inicio de su derrumbe y prefirió dejarlo todo antes de ver cómo días más tarde una orden judicial nos arrebataba de aquella casa que había sido herencia de su esposa.

Nuestra casa…la más lindas del barrio. La blanca con el jardín de dalias y hortensias. La de los ventanales y las cortinitas bordadas. La de la galería con sillones. La que fue perdiendo todo. Piano, cuadros, muebles… hasta las hortensias se secaron… Todo se fue yendo por la misma puerta en la que aquel enero salió el cuerpo inerte de mi padre.

Nadie se atrevió a decir la palabra “suicidio”. Berta tuvo que rogarle al cura para que dijera unas palabras en el velorio. Ese vejestorio de vecinas chismosas miraban con desprecio el cajón cerrado. Odiaba ese rito hipócrita. Odiaba que nos miraran con lástima. Odiaba que juzgaran a ese hombre maravilloso, al que era imposible no querer.

Yo lo adoraba, tal vez porque era su debilidad. Le encantaba contarme cuentos y anécdotas. Cuando leía mis composiciones escolares me decía: “Pierina, mi negrita , vas a ser una gran escritora”. Cuando recitaba los versos que él me enseñaba, me repetía: “Pierina, mi negrita, deberías dedicarte al radiotetro”. Y entonces yo me disfrazaba con la ropa de mamá y bailaba y actuaba para la familia como si fuera una gran estrella.

Conmigo reía, reía y reía. Con el resto de mis hermanos era más bien parco. Mi corazón lo idolatraba y lo justificaba frente a esos rumores maliciosos. Tal vez sentía que para nosotros era más un peso que una ayuda. Le prometí en silencio que me volvería una estrella. Le prometí que pondría a su nombre en lo alto.

Antes de dejar la casa me llevé en un baúl su máquina de escribir, algunos de sus escritos y sus libros favoritos (no muchos, solo unos pocos que nos quedaban). Mi tía Julieta protestó, pero a mí no me importó. También guardé una pequeña caja de lata que estaba en su cajón. Era como su pequeño tesoro. No sabíamos que tenía ahí. Yo la atesoré sin siquiera abrirla. Siempre supe que era mi herencia

Cuando la puerta de la casa se cerró, pensé: “Menos mal que te fuiste a tiempo papito. Puedo soportar tu ausencia, pero no hubiese podido soportar tu dolor”.

Leopoldo

Había salido a la vereda a fumar un cigarro. ¡Hacía tanto calor adentro del negocio! Los comercios cerraban a la siesta, pero ir y volver a casa era un esfuerzo y gasto absurdo. Me había llevado algo de comer y ahora estaba haciendo tiempo hasta que las puertas volvieran a abrirse.

No había casi gente en la calle. Pero vi a Tomás, el hijo mayor de don Tito. ¿Qué andaría haciendo en el centro a esa hora? A medida que avanzó supe que no andaba allí de casualidad, caminaba directo hacia a mí.

En cuanto llegó a mi encuentro me dijo:

-Leopoldo te vengo a buscar porque hubo un problema con tu papá.

-¿Qué problema? -seguramente ya habrían ido a cobrarnos otra deuda de juego.

-No sé cómo decírtelo….

La vista se me nubló. En realidad no es que se me nubló, sino que vi todo negro. Un negro oscuro. Un negro profundo. Un negro que daba miedo.  Fue como si el mundo se cubriera de un eclipse interminable. «No digas nada…. Se murió», expresé derrotado. El otro asintió. 

Había algo más, pero era evidente que no sabía cómo decirlo. Y otra vez surgió ese maldito sexto sentido que me permitía adelantarme a los hechos. «¿Se mató?». Volvió asentir. 

Entré al negocio, le expliqué a don Ricardo la situación y en menos de 10 minutos Tomás y yo llegamos hasta la parada del tranvía. Durante el viaje no hablamos una palabra. Tampoco lo hicimos en las 10 cuadras que caminamos hasta la casa.

En la puerta ya estaba medio barrio. La divisé a ella. A Estelita. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero también los tenía llenos de amor. Se alejó de la gente y corrió hasta mí. Me abrazó con devoción. «Lo siento tanto Polo, lo siento tanto».

Besé su frente y avancé. Tenía que ver a mis hermanos. Marito estaba en la vereda rodeado de las mujeres y otros chicos. En cuanto me vio se vino conmigo. Lloraba. Con ese dolor de los niños, tan auténtico, tan profundo, pero también tan efímero. Recuerdo que le dije que se quedara afuera, que yo me iba a encargar de todo. Se enjugó el rostro y volvió con sus amigos.

Adentro todo era lúgubre. Pierina estaba desconsolada en el sillón. Berta hablaba con el doctor Ortiz y otros hombres.

-Hizo una locura…. Se mató Leopoldo, se mató el muy cobarde y nos dejó solos -repitió mi hermana. Aunque nos llevábamos un año, éramos muy unidos. Yo con mis 19 y ella con sus 18 nos habíamos hecho cargo de todo tras la muerte de mi madre.

– Vamos a estar bien -mentí. Sabía que el suicidio de mi padre era solo el comienzo de problemas mayores. 

Lo demás fue un sueño. O más bien una pesadilla. Ver ese cuerpo, la sangre. Luego los vecinos, el médico, los papeles. Preparar el velorio. Sacar los pocos ahorros que teníamos para enfrentar los gastos. Tolerar gente que entraba y salía. Los que se acercaban más por curiosidad que por deseos genuinos de acompañar nuestra pérdida.   

El tío Manolo fue de gran ayuda. Él se encargó de contener a Pierina y a Marito. En cambio la tía Julieta solo aportó algo de dinero y esa lengua criticona que no paró de despotricar contra mi padre.

“Teodoro siempre fue un hombre sacrílego. Quitarse la vida, eso no es decisión de los hombres sino de Dios… No le bastó causarle tanto dolor a mi hermana, ahora también hace sufrir a sus hijos… Los deja solos, sin nada. Ojalá Dios le permita al menos estar en el limbo, aunque los suicidas terminan en el infierno”. En ese punto, Berta la enfrentó. Le dijo de mala manera que no necesitábamos su dinero y que si seguía despotricando contra nuestro padre se iba a tener que retirar. “Así los crió, díscolos e irreverentes”.

Dio la media vuelta y se marchó. Todos respiramos, en especial mi tío Manolo que ya no la toleraba más.

-Pensar que habías prometido ir a verme esta noche -me dijo Estelita en cuanto vio la posibilidad de intercambiar unas palabras a solas conmigo.

– El hombre propone y Dios dispone –dije como autómata.

-Siento mucho todo por lo que están pasando.

-Lo sé…. No vi a tus padres.

Estela bajó la cabeza.

-Mi madre estuvo un rato y mi padre no vino. Él es muy estricto, no está de acuerdo con lo de… , con que se haya quitado la vida.

– Encima tenemos que cargar con eso.

-No te hagas problema, ya se les va a pasar…. -se quedó en silencio y luego afirmó -. Esto no cambia lo que siento por vos Polo.

– Ya sé. Esto no cambia nada…. Te quiero Estelita-susurré.

Pese al dolor, estaba feliz de saberla a mi lado. Las desgracias eran menos amargas si ella estaba cerca.

Pero otra vez ese sexto sentido…. Una visión extraña me turbó. La imagen de Estelita se diluía y yo no tenía la fuerza para retenerla.

Marito

Sangre, mucha sangre. Eso es lo único que recuerdo. Lo sé. Mi padre tirado sobre el escritorio. El arma. El olor a pólvora. Y sangre, mucha sangre. 

Esa imagen me va acompañar por el resto de mi vida. Lloré pero también supe que más doloroso habría sido para mí perder a alguno de mis hermanos. Al que yo sentía y veía como un padre era a Leopoldo. Berta era como una madre y Pierina mi compañera de travesuras.

Sentí tristeza, pero no estaba solo.

Esa madrugada se desató una tormenta de verano. No quedaba mucha gente en la casa. Entonces los cuatro nos abrazamos y nos prometimos estar siempre juntos. El dolor se me fue y el miedo también. Resistiríamos.

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