«¿Cuántos goles somos capaces de recibir y sin embargo levantarnos y seguir?» Así comienza este relato corto del escritor y periodista cordobés Marcos Villalobo. Fiel a su narrativa que mezcla fútbol y literatura, el cuento se sitúa en las sierras proviniciales y habla de un hombre común, arquero del pueblo, que se pregunta un día cualquiera si es capaz de responder semejante interrogante.
«El arquero goleado»
“Y vendrás con una sonrisa
Envuelta en la brisa
Y me verás inútil, demente
Inconscientemente…”
(La última prosa, Lisandro Aristimuño)
¿Cuántos goles somos capaces de recibir y aun así levantarnos y seguir? Ir a
buscarla al fondo de la red, y sentir que la alegría ajena es nuestra propia
desgracia. Aquella pregunta, Antonio Dellarosa se la hacía con frecuencia en
las noches sin luna después de que cerró la carpintería de don Rosales.
Antonio Dellarosa solía caminar por las calles de Villa Del Dique, con la mirada perdida y las manos hundidas en los bolsillos. Tenía 57 años, pero sus
hombros encorvados y el cabello entrecano le hacían parecer mayor. Desde la pérdida de su empleo en la vieja carpintería, había pasado meses en la
búsqueda de trabajo, sin éxito.
—¡Tonio, si te habré hecho goles! — le gritó un hombre al pasar en bicicleta
por la avenida San Martín. Antonio levantó la vista y forzó una sonrisa, sin
saber quién era. Su memoria, al igual que sus fuerzas, estaba empezando a
fallarle. Sus recuerdos se desvanecían. No sabía las razones: era muy vaga
ahora la remembranza de los días en que jugaba como arquero en el barrio
IPV. Siempre terminaba en el suelo, con la pelota al fondo de la red y las
carcajadas de los demás resonando en sus oídos. Había sido un arquero al que todos le hacían goles, y ahora, en su presente parecía que esos goles continuaban persiguiéndolo. Él esbozaba una sonrisa y respiraba.
Se detuvo ante a una cartelera que anunciaba empleos temporales, pero nada encajaba con sus manos grandes y endurecidas por los años de trabajo
manual. Se quedó allí, observando sus dedos largos y temblorosos, como si
fueran extraños. Cuando era joven, esas manos parecían capaces de forjar las
más raras creaciones; esas manos que maniobraban con la madera, la garopa, el escoplo, la escuadra y el martillo… pero no los remates esquinados; siempre le habían convertido goles tontos: era una rutina diaria en la Villa, recordarle a Antonio Dellarosa esos dolores.
Antes no podía retener esos golcitos, y ahora no podía detener el tiempo que se le escurría entre los dedos.
— Tonio, ¿te acordás el gol que te hice en la canchita de Villa Nueva? — le dijo un hombre calvo al pasar, cargando una bolsa de pan. Antonio asintió sin levantar la cabeza. Debe ser cierto, murmuró para sí mismo, mientras
avanzaba por una de las calles de tierra que va a la Plaza Elías Ramírez. No
recordaba a todos los que alguna vez le habían hecho un gol: para él eran
anécdotas sepultadas en el olvido. Villa del Dique, aunque era pequeño, siempre le pareció un laberinto. Calles que van, vienen, se cruzan, rotondas, el lago, el camping, la pileta, árboles, muchos árboles, las sierras, … y cada esquina lo llevaba a otro recuerdo olvidado, a un nombre que no podía asociar a un rostro. Sentía que su pueblo estaba cambiado, que ya no era el pueblo que conocía. Caminaba por calles que parecían interminables, doblaba esquinas buscando fachadas que le sonaran familiares, pero no encontraba nada. Incluso, se detuvo frente a una casa que creyó reconocer; su corazón dio un vuelco, pero al mirar de nuevo, se dio cuenta de que la pintura era diferente, el jardín estaba abandonado y los rostros de quienes salieron a la puerta le eran desconocidos. Se alejó con la sensación de que no solo el pueblo había cambiado, sino que él mismo ya no era quien había sido.
—¿Dónde carajos estoy? — se preguntó en voz baja. Su respiración se volvió
más rápida. Él, que había conocido cada rincón de ese lugar, ahora se sentía
como un extraño en su propio pueblo. Se sentó en un banco de la plaza. Los
árboles se quejaban bajo el viento crispado en ligeras brisas. Se sentía
cansado. Alguien se le acercó por detrás, él sintió los pasos e hizo una mueca: ya se esperaba otra gastada; y sucedió:
—¡Tonio, te hice un gol en la final del 97! ¿Te acordás? — dijo un hombre con una gorra de Racing de Córdoba.
Antonio negó con la cabeza.
—Lo siento, no me acuerdo.
Ya había dejado de intentar recordar. La vida se le iba desdibujando, como un partido bajo la lluvia.
Una hora después, vio a una mujer con cabello negro y ojos brillantes. Había
algo en ella que lo inquietó. Ella también lo miró, como si buscara confirmar
algo en su rostro cansado, y se acercó con una sonrisa dulce.
—Hola, ¿Antonio Dellarosa? — dijo ella. Su voz era suave, casi un susurro.
Él la observó tratando de encontrar un recuerdo escondido en su memoria
nublada.
—¿Te conozco? — preguntó.
—Éramos compañeros en la secundaria. Yo te hice un gol en un recreo—
respondió ella.
Antonio la recordó: vio su rostro adolescente, riendo mientras la pelota entraba en el arco improvisado entre mochilas; y sintió una calidez en el pecho que no había sentido en mucho tiempo. Y sonrió. Hubo un estallido de colores bajo el sol de otoño, que se presentó –ahora – limpio y brillante.
—Sí, ahora me acuerdo. Fue un golazo. ¿Cómo estás? Tanto tiempo,
Claudia— dijo Antonio. A veces la vida se entiende mejor si se exagera.
Ella sonrió y se sentó junto a él.

Marcos J. Villalobo. Periodista, comunicador social y escritor.
Egresado de la UNC. Actualmente escribe en el periódico Perfil, y realiza colaboraciones para medios del exterior. Trabajó en la revista El Gráfico, y los diarios La Mañana de Córdoba y La Voz del Interior; Delta FM de Embalse, entre otros.
Autor de los libros: «El Pase y otros relatos de goles olvidados»; «La Joya, así surgió Paulo Dybala» y «Huellas, relatos desde el cerro Pistarini». Además, colaboró en los libros: «Messi, sueños de un principito», de José Manuel García Otero; «El partido Rojo», de Claudio Gómez y «Exitosos por la fe», de Damián Felicia.
Formó parte de la antología “Semilleros”, la historia de los campeones del mundo en sus clubes de barrio.
Recibió los premios periodísticos: Premio ADEPA 2013 y 2019, y Premio Hugo Baromei 2021.
Coordina talleres de literatura y escritura futbolera.