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Libros: “Nunca te olvidé” (en primera persona)

La escritora y periodista cultural Fernanda Pérez (coordinadora de la plataforma Babilonia Literaria) comparte un fragmento de su nueva novela contemporánea y narra algunos detalles de este relato que atraviesa temas como los duelos, los recuerdos, la desmemoria, la culpa y los amores que nos encienden la vida.

Soy una autora de personajes. En mi cabeza, en ese momento inicial de la escritura, nunca aparece primero el tema, el contexto o el conflicto. Lo que aparecen son personajes. Llegan intempestivamente y me cohabitan. No sé muy bien quiénes son ni cuáles son sus núcleos dramáticos, lo que sí sé es que tienen algo para contar. Ellos hablan, gritan o susurran en mi ser. Así, de esa manera tan genuina e inesperada nació Isabella, la protagonista de “Nunca te olvidé”, mi nueva novela contemporánea publicada por El Ateneo.

Fue mientras dictaba un taller. La consigna era presentar a un personaje evitando descripciones físicas, situándolos solo en acciones y exponiendo -de manera muy sutil- su conflicto. Era solo un ejercicio. Los talleristas se pusieron en acción y yo también. Así surgió el primer capítulo de este libro. Una mujer que hace de una rutina rígida su modo de supervivencia.  Tras esa clase, Isa quedó perdida entre ejercicios y apuntes (de hecho ni siquiera se llamaba Isa, sino Gina). Un día me reencontré con ella y entonces la vi. Descubrí qué le pasaba. Descubrí quién había sido. Descubrí su dolor pero también su fuerza interior. Descubrí su familia, sus amores, sus amigos. Descubrí a una mujer que aunque atravesaba un duelo, tenía deseos de volver a estar viva, de sentir, de reconstruirse. Una mujer que hasta tal vez podía volver a enamorarse y a maternar con sus 40 años. Desde que la descubrí ya no pude abandonarla.

De aquel texto nació una novela. De la novela una experiencia literaria diferente. Una historia que se aleja de mis obras anteriores y que se sitúa en un relato breve e intimista con flashes al pasado. Allí habitan los recuerdos, no como fueron sino como los recordamos. Allí la memoria y la desmemoria como forma de supervivencia. Allí un amor adolescente, una atracción prohibida, amistades poderosas, y problemas familiares. Allí los tiempos de la felicidad y el dolor. Allí la vejez y las enfermedades de los padres. Allí la fuerza poderosa de esa red de afectos leales que nos encienden la vida.

Es quizá la más personal de mis novelas. Una que me ha arrancado lágrimas mientras escribía. Les comparto este primer capítulo con el deseo de que llegue a sus corazones.

Fragmento – Capítulo 1

Solo tenía que ponerse de pie y caminar.

(Un paso, otro paso y otro paso).

Algo que parecía tan sencillo y hasta mecánico, se había vuelto para ella una acción programada que requería un esfuerzo extra.

(Un paso, otro paso y otro paso).

Respiraba tan profundamente como sus pulmones se lo permitían y, muy a su pesar, se daba cuenta de que estaba viva.

(Un paso, otro paso y otro paso).

La música de sus auriculares la transportaba. La ciudad mutaba, era otra. Un territorio en el que se sentía viva o más bien un territorio en el que tenía derecho a estarlo. Su selección siempre abría con la misma canción “Show must go on”, de Queen. Después todo era aleatorio.

(Un paso, otro paso y otro paso).

Una hora. Caminar, correr, trotar… Rito que diariamente se repetía y que solo podía ser interrumpido por una fuerte tormenta. Una tormenta que la dejaba nuevamente a la intemperie, atrapada en su propia oscuridad. Era entonces cuando esa voz interior la acechaba y le decía que no, que en realidad no tenía derecho a llenar de aire sus pulmones, que tal vez debería vaciarlos para siempre.

(Un paso, otro paso y otro paso).

Cuando terminaba con el entrenamiento llegaba el segundo rito. El café cargado, en taza grande, con las dos medialunas de costumbre: la salada y la dulce. En Lo de Martino, el bar en el que tenía una mesa casi asignada.

Le gustaba esa cafetería, no había nada de moderno allí, ni siquiera los mozos. Eso era lo que más le gustaba. Eran de los que tenían oficio, de esos que con solo mirarte sabían si el cliente prefería el silencio o la charla. Isabella estaba entre los primeros, por eso solo sonreían, saludaban con cordialidad y consultaban: “¿Lo de siempre?”. Ella asentía. En ese tiempo leía las noticias y revisaba Twitter. Desde hacía meses Isabella no tenía Face, ni Instagram. Había cerrado sus cuentas para no exponer su dolor ni acrecentarlo. Se había quedado con Twitter bajo la premisa de “si tengo que leer pelotudeces al menos que sea en pocos caracteres”. Pero ella sabía que se trataba de algo más profundo. No era fácil sobrevivir a las fotos del pasado, a esos recuerdos que te imponían las redes. Asomarse a la imagen sonriente de hace uno, dos, tres o cinco años atrás no era algo que su corazón pudiera tolerar.

Cerca de las 10.30 Isabella regresaba a casa. Se bañaba, se preparaba otro café, pequeño y fuerte. Abría sus e-mails, sus archivos y empezaba con las traducciones. Protocolos médicos. Alguna vez había disfrutado, y mucho, de traducir obras literarias, pero ahora prefería lo técnico, textos que no la obligaran a conectar con las emociones. Ser traductora era un buen trabajo. Una tarea silenciosa, solitaria y bien paga. Solo alguna que otra reunión (la mayoría virtuales). El tema de las relaciones humanas y laborales terminaba allí. Eso era ideal para el momento que atravesaba.

Pasadas las 14 preparaba su almuerzo, algo liviano. Retomaba su tarea y recién a las 17 apagaba la computadora.

Tras la merienda —ya sin medialunas— empezaba a desplegarse su hora del dolor. Ese atardecer que le mostraba que por más pasos que diera cada mañana, por más que corriera o trotase hasta la extenuación, siempre estaría detenida en el mismo lugar. Ese lugar del que no la sacaban la terapia, el trabajo ni el correr de los meses.

De todas maneras, y como mecanismo de supervivencia, los lunes participaba de un grupo de lectura enfocado en los poemas de Borges. Estar desde las 19 hasta las 21 analizando su obra le permitía burlar el dolor. Era extraño, era como si en ese tiempo de lectura otra Isabella la mirara a la distancia, una Isabella que podía disociar los versos de su propio dolor. Leía “¿En qué hondonada esconderé mi alma / para que no vea tu ausencia / que como un sol terrible, sin ocaso, / brilla definitiva y despiadada?” y la tristeza no la alcanzaba.

Los miércoles a las 19 era día de terapia. Allí no había espacio para burlar ningún sentimiento, mucho menos el dolor. Hacía casi dos meses había dejado de llorar desconsoladamente, pero aún no sabía si eso era bueno o malo.

Martes y jueves eran los días de encuentro entre ella y Lily, su madre. Se reunían a compartir el rito del té. Mientras comían algunas cosas ricas hablaban de banalidades. Lily había aprendido a no preguntar; Isabella, a disimular. Ella valoraba el esfuerzo que había hecho esa mujer (que aún sentía la soledad de una viudez que iba ya por cuatro años) para instalar esa ceremonia en sus vidas. Había sido la manera que encontró para decirle: “No estás sola”. E Isabella lo agradecía. Merienda, paseo por el shopping y una cena sencilla en la casa familiar eran parte de esa rutina de supervivencia.

Durante las tardes de los viernes Isabella no hacía nada. Terminaba de trabajar, se bañaba y se metía en su cama. Después de aquel 17 de febrero de 2018, durante algunos meses se dedicó a la reconstrucción de los hechos. Pero la cabeza era un laberinto maldito. A veces los recuerdos eran difusos; a veces, excesivamente vívidos. Incluso más de una vez se preguntaba si las cosas habían ocurrido tal como las recordaba. De algo estaba segura: su reloj interior se había quedado detenido el 17 de febrero a las 22.22.

La noche era más sencilla. La oscuridad la tranquilizaba. Una cerveza fría o un vino —dependiendo del clima— eran suficientes para acallar las penas y las culpas. Se tiraba en la cama, tomaba su medicación (a veces le anexaba alguna pastilla más) y se dejaba llevar por un sueño pesado. Aunque había sueños y sueños, algunos eran el paraíso y otros, el infierno. Isabella había aprendido a domar el inconsciente. Hacía tiempo que no recordaba ningún sueño y en el fondo lo agradecía. Los primeros tiempos despertaba llorando, extrañando, embargada por el deseo de seguir durmiendo eternamente.

Los fines de semana eran diferentes. Tras la caminata y el café en Lo de Martino, se preparaba para el almuerzo familiar con su madre, su hermana Laura, su esposo y sus sobrinos adolescentes (seres abducidos por sus celulares, con escasa empatía y con la certeza de ser dueños de todas las verdades). No eran más de tres o cuatro horas, pero ella contaba los minutos para huir. No le resultaba cómodo, había muchos silencios, muchas cosas de las que nadie se atrevía a hablar. “Somos una familia de cobardes”, se solía repetir Isabella. Ella no hablaba de aquello, su madre y hermana, tampoco. Su cuñado, menos y sus sobrinos…, bueno a veces tenía la sensación de que aún no se habían enterado de nada.

Por la tarde solía ir al cine y, según el clima, deambulaba por los shoppings o el Paseo de Artesanos. Alguna vez había sido una chica snob de las que adoraban las vidrieras, de las que seguían la moda, de las que disfrutaban de los lugares públicos y súper poblados. Ahora esas salidas eran solo un mecanismo de supervivencia con un objetivo sencillo: que la hora maldita del atardecer no la encontrara sola en casa.

El domingo era un buen día. Isabella se reunía con Mariana, una amiga que había sabido acompañarla sin insistencias ni lástima. Se habían conocido en el jardín de 5. ¿Qué las había llevado a ser amigas en ese momento? Imposible saberlo, pero se habían elegido cada día. Treinta y cuatro años de amistad. Aunque la vida las llevó por distintos derroteros, siempre habían estado la una para la otra. Durante muchos años el domingo por la tarde había sido su día. No importaba si pasaban uno o dos meses sin verse, en cuanto se llamaban para organizar una juntada el día era seguro: domingo.

Después de aquello, Mariana había tenido un gesto leal. Cuando vio a Isabella caer al abismo fue imponiendo el domingo semana a semana. Hacía unos meses le había confesado que lo hizo tras leer que ese día crecían los índices de suicidio. Mariana temía por ella. A Isabella le hubiese gustado decirle que no debía temer, que no era necesario que sacrificara sus domingos para acompañarla. Pero fue egoísta. Estaba bien que temiera.

Solo una vez Mariana sacó el tema de manera directa. La piel de Isabella palideció. Su boca se secó. Su mirada no pudo con el dolor. Entonces apretó su mano y dijo: “No digas nada, no es momento de hablar”.

Hacía ocho meses que la vida de Isabella transcurría así. Una rutina rígida que le permitía construir algunas certezas para evitar la ansiedad, el vacío, la tristeza y el miedo.

Pensar en la proximidad del verano la atemorizaba, era una temporada que solía modificar las rutinas y, por el momento, atenerse a esas estructuras era lo que le había permitido respirar sin tanta dificultad.

Pero hay quienes afirman que la supervivencia no es mantenerse quieto y seguro, sino más bien arriesgarse y ponerse en movimiento. Ese 25 de octubre de 2018 todo lo que Isabella había planificado de manera tan minuciosa empezó a tambalearse. Su celular sonó. En cuanto vio el nombre en la pantalla supo que el pasado volvía. Tuvo la tentación de no atender, pero en un acto reflejo aceptó la llamada.

—¿Isa? Soy Matilde.

(Un paso, otro paso y otro paso… Pero ya no hay sitio adónde correr).

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