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"Espérame en la última página": pretencioso pedido para una novela difícil de terminar

El libro de Sofía Rhei fusiona elementos atractivos: el poder curativo de los libros, las nuevas oportunidades en el amor y algunos toques fantásticos (mal aprovechados ya que recién se dejan ver al final).  Sin embargo esos condimentos no están bien administrados y eso lleva al lector a un estado de desconcierto que le impide empatizar con la historia y sus personajes.  

 

 

 

Silvia tiene 40 años. Vive en París. Es soltera. Está en pareja con Alain, un hombre casado que le ha prometido dejar a su mujer para irse a vivir con ella. Silvia espera y espera. Pero el tiempo pasa y Alain no logra cumplir esa promesa. 

 

Silvia está sumida en la depresión. Su amiga, Isabel, le propone que consulte con un profesional que trabaja terapias a través de libros. Ella acepta y así conoce al encantador Monsieur O’Flahertie. Entre títulos y autores, la protagonista empieza un camino de autodescubrimiento y liberación. 

 

Así expuesto todo hace presumir que estamos al frente de una historia femenina, con toques románticos y algo de autoayuda que tendrá a clásicos de la literatura como disparador para ahondar sobre el mundo de Silvia, una mujer que se ve a si misma como «solaytriste». Pero todo eso no es más que un enunciado que no logra su objetivo, más aún se aleja una y otra vez de ese objetivo con vericuetos que desconciertan al lector. 

 

El tema de qué ocurre con esas personas que no pueden salir de relaciones tóxicas y desgastantes podría Haber sido una punta interesante, sin embargo Sofía Rhei lo sobrevuela sin «embarrarse» a fondo. Es como una mirada a la distancia, donde solo están presentes las generalidades del caso. En ningún momento la autora ahonda sobre esas particularidades que llevan a una mujer como Silvia a tolerar lo intolerable, a aceptar las mentiras, a asumir el engaño como verdad. No hay compromiso ni lucidez en su abordaje.

 

Tal vez por esa razón es que se vuelve difícil empatizar con Silvia y su historia.  No terminamos de creerle ni tampoco hacemos causa común con su drama. Nos cansan sus obsesiones, su infantilismo y su baja autoestima. 

En medio de sus problemas sentimentales con Alain y la extraña terapia que hace con Monsieur O’Flahertie, el eje central de la historia se diluye en otros derroteros narrativos que dispersan y confunden al lector.

Aparece un enigmático y atractivo griego llamado Odysseus con el que Silvia inicia una relación (poco creíble por cierto), luego emergen problemas laborales, un jefe con una enfermedad terminal, detectives, esposas despechadas, una niña con la que comparte su fascinación por Oscar Wilde y hasta una excéntrica artista. A esa altura el lector ya no sabe muy bien qué esperar de la novela, donde está el nudo narrativo y quienes son los personajes principales y secundarios. 

 

Ni qué hablar cuando promediando el final -a partir del capítulo 33 que es donde comienza quizá lo mejor del libro- surgen algunos elementos fantásticos inesperados. El desconcierto es aún mayor.

Aquella regla de oro del decálogo de Horacio Quiroga que dice «toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver» no se respeta en este texto.    

 

«Espérame en la última página» es un pedido difícil de cumplir, sobre todo en una novela que recién empieza a delimitar su rumbo promediendo la mitad del libro. 

«¿Tiene la literatura la capacidad de curar?». El lector deberá hallar la respuesta.  

 

 

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