Se trata del ensayo de la escritora francesa sobre la escritura, publicado de manera ampliada por Tusquets en 2022. Luminoso, infinito en sus cavilaciones sobre la literatura, este libro reúne las últimas producciones de la autora antes de su muerte en 1996. En esta nota, cinco fragmentos para recorrerlo.
Debo reconocer que fue una experiencia extraña leer este libro. Y cuando digo extraña no lo digo en sentido negativo, sino todo lo contrario. Extrañeza como el asombro ante lo inspirador, lo original, lo extraordinario.
“Escribir”, de Marguerite Duras (Tusquets), propone la lectura de textos de la genial autora francesa donde ella reflexiona acerca del oficio de la escritura. Es, por lo tanto, una invitación casi al infinito, ya que el verbo escribir pocas veces se ha corporizado tanto en alguien como en Duras.
Tal como señala la contratapa, “Su escritura es ella misma” y por tanto sus textos aquí publicados –referenciados como los últimos conocidos antes de su muerte en 1996- no hacen más que traerla al presente, o más bien tomarnos de la mano para llevarnos a ese plano inverosímil en algún lugar del planeta, en coordenadas del pasado, donde escuchamos a Duras narrando en primera persona (en su casa, con amigos, con periodistas) lo que era para ella el acto mismo escribir.
Recuerdo cuando apunto esto a Eugenia Almeida cuando dice que “es un cuerpo el que escribe”. Al leer este libro, parecemos ver el cuerpo de Duras escribiendo, sus manos tomando la lapicera, sus ojos entornados hacia el infinito. Y no es casual el intertexto, ya que la propuesta literaria propone justamente ese ejercicio de pensar en el acto mismo de la escritura. Lo que lleva a ella, lo que permanece después, ese instante único, inconmensurable.
Luego de terminar el libro, que es corto en páginas (no pasan de las 130) pero que obliga a una relectura constante, me sentí aún más acomplejada. ¿Qué escribir sobre un libro que ofrece notas independientes de Duras, que vamos masticando de a poco a partir de la reflexión rumiante?
Entendí que, posiblemente, la respuesta estuviera en desarmar la totalidad del libro y hacer foco en frases poderosas/luminosas que fueron marcando la vida y la rutina de escritura de Duras, los lentes con los que miró el mundo y el arte.
Aquí las dejo.
“Un libro abierto también es la noche. Estas palabras que acabo de pronunciar me hacen llorar, no sé por qué. Escribir a pesar de todo, pese a la desesperación. No: con la desesperación. Qué desesperación, no sé su nombre. Escribir junto a lo que precede al escrito es siempre estropearlo. Y sin embargo hay que aceptarlo: estropear el fallo es volver sobre otro libro, un posible otro de ese mismo libro”.
Duras nació en Indochina en 1914 y murió en París, Francia en 1996. Fue referente de una renovación cultural contestataria y líder en la vanguardia feminista dentro de la literatura. Publicó más de 20 novelas, entre las cuales se encuentran “Un dique contra el Pacífico”, “Moderato Cantábile”, “El vicecónculo”, “El amor”, “El hombre sentado en el pasillo” y “El amante”, su obra más emblemática, llevada al cine años después y traducida a más de 40 idiomas.
“No sé qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno, lo sabemos. Y cuando no hay nada, lo sabemos como sabemos que existimos, no muertos todavía”.
En la nota de la autora que sirve como introducción del libro, Duras señala que uno de los textos, “La muerte del joven aviador inglés” fue narrada al director de cine Benoit Jacquot un día cualquiera en su departamento de París. Recordemos que Jacquot inició su carrera como tal siendo asistente de Duras en su oficio de cineasta. Años después, esa narración terminó siendo un documental. Del relato, plagado de resonancias orales acerca de lo que le pasó a un muchacho inglés y su avioneta durante –posiblemente- la última noche de la Segunda Guerra Mundial, cuando los alemanes ya estaban en retirada, en el pueblo de Vauville (Francia), se desprende la magia de la que habla la autora en este libro. Nunca se sabe dónde hay una historia, y aunque la viéramos, lo complejo, lo interesante, lo revolucionario es saber contarlo.
Duras rescató del anonimato la vida de un joven al que nadie reclamó durante décadas y descansa en el cementerio de un pequeño poblado francés. Duras siempre ha tenido la capacidad de dar vida a las piedras.
“Para los escritores el otro trabajo es el que a veces avergüenza, el que casi siempre provoca el pesar de orden político más violento de todos. Sé que uno se queda inconsolable. Y que se vuelve malo como los perros de su policía”.
Una y otra vez, en estas reflexiones, Duras invita también a meditar sobre las emociones humanas. En primer plano, la soledad. Esa soledad que convivió con la autora durante años y que ha construido armoniosamente para sentirse fuera del tiempo y las circunstancias mundanas. Duras también se propone hablar sobre el amor, la pasión, el abandono, la crueldad y la locura de los hombres, y cómo cada una de estos sentimientos se vieron reflejadas en sus obras abriendo ese género contemporáneo tan afianzado actualmente como lo es la literatura basada en el yo.
“Debiera existir una escritura de lo no escrito. Un día existirá. Una escritura breve, sin gramática, una escritura de palabras solas. Palabras sin el sostén de la gramática. Extraviadas. Ahí, escritas. Y abandonadas de inmediato”.
Polémica, incisiva, desafiante, abundan los calificativos para describir la urgencia (y pertinencia) que siempre tuvo Marguerite Duras para marcar aquello que –creía- desentonaba en el mundo, que lo hacía mediocre, falso, oportunista. No dudó en señalar y criticar la falsa modestia y las posturas de salón de los circuitos académicos de la cultura francesa, que veían en ella una literatura banal y tosca. Recién fue distinguida en 1984 con el Premio Gouncourt, aunque mucho antes su narrativa ya había empezado a dejar huella en la forma de narrar en el S. XX que sería tomado por las nuevas generaciones de escritoras de todo el mundo.
“Con frecuencia hay relatos y con muy poca frecuencia hay escritura”.