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#LecturasdeVerano: «La asonada» (fragmento)

Para este jueves de enero, la escritora Mercedes Giuffré nos invita a leer el comienzo de su nueva novela, editada en diciembre por Vestales. Como siempre, la autora argentina propone una prosa sólida, que juega entre el policial y la novela histórica, ambientada a principios del S.XIX donde vuelve a aparecer Samuel Redhead, el médico y cirujano escocés, protagonista de «Deuda de sangre».

El 29 de julio del año del Señor de 1808, el sol apenas llegaba a su cénit cuando se oyó en Santa María de los Buenos Aires una salva de artillería disparada desde la Real Fortaleza, seguida por el repique de campanas que tocaban a rebato. Los porteños, que no daban para sustos, sacudida de una vez y para siempre su modorra de aldea por la última invasión inglesa, se volcaron alarmados a la Victoria –así se llamaba desde entonces la Plaza Mayor– y a las calles preguntando:
–¿Ya volvieron los hideputas?
Al rato, la multitud crecía y crecía como una masa que leva. El vocero del virrey Liniers tomó posesión de una tarima, desenrolló con parsimonia un largo pliego y comunicó a los presentes, a viva voz, que la tarde anterior había llegado de Cádiz una nave con correspondencia y noticias de la metrópoli.
De a poco, los murmullos fueron acallándose. Mediante aquel comunicado, su excelencia informaba a la población de la capital que el venerado monarca Carlos IV había abdicado en su hijo, el príncipe de Asturias –“¡el
bobalicón!”, dirían muy por lo bajo algunos arriesgados–, quien a partir de entonces reinaría también en estos territorios con el nombre de Fernando VII.
–¿Nos creen idiotas o qué? –gritó alguien–. ¡Esto es una patraña! Si el rey todavía vive, ¿por qué habría de abdicar?
–¡Cierra el pico! –Le advirtió uno de los guardias, pero el que había hablado, antes de escabullirse, insistió:
–¡Es un embuste!
Los demás lo secundaron, recelosos, con un griterío de aprobación. No iban a aceptar de buenas a primeras la imposición de un nuevo monarca sin el debido luto, banquete, llanto y tirón de cabellos por el fallecimiento del anterior. ¿O qué era todo eso sino una falta de respeto al debido orden sucesorio? Ya bien rezaba el dicho: “A rey muerto, rey puesto.” Pero aquí no había palmado nadie. ¿Qué era eso de andar abdicando? ¡Y en un asno!

Tratando de poner orden, el vocero acalló a la multitud y resumió los pormenores del llamado “motín de Aranjuez”, la suerte del ministro Manuel Godoy –no muy querido ni en estas ni en aquellas latitudes– y la vertiginosa abdicación. Omitió, claro, cuanto pudiera desprestigiar a la ya vapuleada monarquía o alarmar innecesariamente a los rioplatenses. A saber: que los franceses mandaban en España. O casi. La mano de los partidarios de Fernando de Borbón parecía tan obvia en aquella maniobra que asqueaba a los más avispados. Aunque, a decir verdad, los beneficios del reinado de Carlos IV para este virreinato habían sido nulos, por lo que tampoco importaba demasiado el cambio de la testuz al mando.

En todo esto meditaban algunos, mientras aquel hombre hablaba y hablaba o, más bien, graznaba y graznaba como energúmeno.
–¡Viva Fernando VII, rey de España e Indias! –aulló alguien entre el gentío, y encontró un eco extraño, no muy convencido ni muy convincente.
En la misma nave, anunció por último el vocero del virrey, habían llegado los
despachos reales en los que se nombraba a los brigadieres de los ejércitos y se confirmaba a don Francisco Javier Elío como gobernador interino de la vecina ciudad de Montevideo.
–Problemas y más problemas –vaticinó alguien entre la muchedumbre.
Y no se equivocaba.
A partir de entonces, luego de muchos preparativos, pocas semanas después, el 21 de agosto de aquel mismo año, por la tarde, se juró lealtad al nuevo rey en la Victoria, en la plazoleta de Santo Domingo y en la de La Merced, con toda la ceremonia y pompa que correspondía.
Entretanto, frente al cuartel de los patricios, el regimiento comandado por don Cornelio Saavedra y formado íntegramente por españoles americanos –o sea, criollos–, se levantaba un arco de triunfo bajo el cual también los militares prestarían juramento. 

¡Digno era de verse tamaño espectáculo! Por tal razón y porque toda ocasión de juerga y de faltazo al trabajo debía ser aprovechada, según aconsejaba la filosofía local, se había decretado asueto. De modo que la población se abarrotaba en torno de los sitios mencionados para observar el desfile de los regidores, el alférez real don Olaguer y Reynals, comandante del batallón de catalanes, los miembros del Cabildo y los del Real Consulado, ataviados todos con capas, pelucas, botones dorados, sombreros, guantes, zapatones de taco y hebilla, bastones de empuñadura de plata, uniformes de gala, charreteras y sus espadas, prometiendo a viva voz una lealtad a ese ente difuso con residencia al otro lado del océano que les importaba un pimiento.

PH. Alejandro Meter

Mercedes Giuffré nació en Buenos Aires en 1972. Egresada de la carrera de Letras, es docente universitaria y actualmente escribe su tesis de posgrado. Publicó el volumen de cuentos Lo único irremediable (2003), y los ensayos En busca de una identidad(La Novela Histórica en Argentina) y Un pionero escocés (ambos de 2004). Su primera novela, Deuda de sangre (Suma de Letras, 2008), inició una serie policial detectivesca ambientada en el Buenos Aires de los últimos años de la colonia. Su protagonista, Samuel Redhead, es un médico investigador -mitad español, mitad británico- llegado a esta tierra poco antes de la primera invasión inglesa. Siguieron El peso de la verdad (Suma de Letras, 2010) y El carro de la muerte (Suma de Letras, 2011), Almas en pena y ahora «La asonada» (Vestales). 

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