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Hoy leemos… «El origen de la alegría»

Hoy compartimos un fragmento de “El origen de la alegría”, la nueva novela del escritor Pablo Ramos.
Ramos vuelve a poner en escena a Gabriel Reyes, protagonista de la trilogía conformada por “El origen de la tristeza”, “La ley de la ferocidad” y “En cinco minutos levántate María”.
 

«Fue un año antes del golpe militar, una tarde de marzo, previa al cumpleaños de papá. De esas tardes de otoño que aún parecen verano y que anuncian siempre que el invierno va a ser duro, tal vez durísimo, y por eso los chicos salíamos a bebernos hasta la última gota del día, como si quisiéramos recoger todo el sol que nos fuera posible antes de que nos sea vedado por el frío. 

Alejandro nos miraba, sentado en cueros en el umbral de la puerta de casa, y yo llevaba a Julia en su carrito en un circuito de fórmula uno que había diseñado para ella. Ella tendría menos de dos años, supongo, y papá estaba enfrente, en su taller, y mamá un poco deprimida como acostumbraba estar luego del nacimiento de Julia. El circuito parecía más de cros que de F1, ya que las veredas no estaban del todo sanas. 

La idea era ir desde casa hasta la esquina pero sin cruzar la calle y lo más pegados a la pared para volver por el otro lado. Siempre trazando un circuito que habíamos imaginado, que yo había imaginado y que Alejandro, que era mayor, había aprobado. Había que hacerlo cada vez más rápido, y él debía contar el tiempo mentalmente como en una prueba clasificatoria real. Alejandro me había dicho que no quería que diéramos la vuelta a la esquina para no perderme de vista; y si bien yo no tenía por qué hacerle caso a mi hermano, tan solo once meses mayor, cuando se trataba de Julia todas las reglas me parecían bien: era la nena más hermosa del mundo. Y tanto Alejandro como yo nos habíamos vuelto muy desconfiados de la gente, ya que la abuela nos había metido en la cabeza que a una nena tan linda la podían robar los gitanos. 

Yo iba y venía cada vez más rápido y rápido y rápido. A veces papá salía del taller, en la vereda de enfrente, y nos miraba. Pero no decía nada, porque todos amábamos las carreras de autos, solamente le hacía una seña a Alejandro y él le devolvía la misma seña. Justo en una de las vueltas donde yo iba relatando la carrera, escucho la bocina del triciclo de La Perla, que en otoño salía a vender los sanguchitos de helado solo cuando el sol rajaba la tierra. Frené de golpe y volví despacio al lado de Alejandro justo cuando el colorado Vicente dejaba de pedalear el triciclo de la heladería y lo subía a la vereda del taller. Racing le había ganado a Independiente y tanto el colorado como yo éramos de Racing, mi papá y Alejandro, todo el mundo lo sabía, eran de Independiente. No éramos de pelear por fútbol, eso es de gente estúpida, decía papá, lo mismo que tocarse la rodilla izquierda frente a una persona pelirroja como Vicente, aunque yo por las dudas me la tocaba. Lo bueno es que todos éramos hinchas de Ferrari sin excepción, y en esa época también del Lole, que estaba en Brabham y que se venía ubicando bien por más que muchos dijeran que ya era grande para la fórmula uno. 

Vicente entró al taller y nos llamó a mi hermano y a mí. Yo dejé a Julia en la puerta de casa, trabé con una piedra la ruedita tal cual lo hacía papá con el camión o el acoplado y la Rastrojero, y cruzamos. Magán era una calle muy tranquila, casi nunca pasaba nadie porque la avenida Belgrano todavía era angosta y empedrada, y entonces todo el mundo iba o volvía de la costa o del sur por la avenida Mitre, que decía papá que era también la Ruta Nacional No 2.

El colorado nos dio un helado de los grandes y de los gustos que él sabía: chocolate y limón, que son la mejor combinación del mundo y que según el colorado Vicente son los que delatan a los helados truchos. 

—A vos te di choco y limoncito suave —dijo Vicente y me guiñó un ojo. 

Es que así, según él siempre me contaba, era como llamaba yo de chico al ananá, que es el gusto frutal que más me gustaba. Volvimos a cruzar y nos sentamos al lado de Julia, que dormía con el sol en la cara y, a causa de ello, con el ceño fruncido. Pensé que se había enojado. 

—Se enojó, Alejandro, mirá —dije. 

—No seas tonto, Gavilán —me dijo mi hermano—, bajale la visera para que no le dé el sol en la cara. 

—Mamá dijo que es morocha y con las cejas negras y que el sol en la cara no le hace nada. 

—Sí, pero no el sol del mediodía, para eso necesitaría la máscara de soldador de papá. 

Me había olvidado de eso. Salí corriendo y le pedí a papá la máscara de soldador y nos pusimos a mirar el sol de frente. Mirar el sol con máscara de soldador es algo alucinante, el vidrio se llamaba ónix con algo más y se podía ver con claridad cómo de a poquito el sol se movía. 

—Se ve cómo se mueve el sol —le dije a Alejandro. 

—La que se mueve es la Tierra, bruto —dijo él. 

Pero yo sentía a la Tierra quieta. Una maestra me puso como ejemplo que si yo iba en tren a mucha velocidad, no podía sentir el movimiento. Pero comprobé que era una mentira total; cada vez que viajé en tren, bien que pude sentir cómo se movía. Entonces las maestras decían lo mismo que del tren, pero de volar en avión. Eso no lo pude comprobar nunca, ya que ni ellas ni nosotros habíamos viajado alguna vez en avión».

Sobre la novela 

«Yo voy a inventar la noche, hermanita… voy a llenar el Remanso de luces y música orillera, a puro sapucay, pura serpentina y a puro carnaval carioca»

Gabriel Reyes, el recordado protagonista de «El origen de la tristeza», vuelve con una historia de viaje y de duelo: su hermana menor muere de manera inesperada y Gabriel, roto, loco, desesperado, emprende una aventura que lo lleva de Buenos Aires a Rosario. Lo acompaña su entrañable amigo Alfredo, que lo conoce perfectamente y sabe anticiparse a los caprichos y deseos del narrador.

Durante ese viaje alucinado, Gabriel se encuentra con amigos, prostitutas, policías, una perra, un cura, un caballo, pero también con fantasmas del pasado: su primera novia, los amigos de la adolescencia, la madre de su hijo mayor.

Mientras trata de entender el porqué de esa inexplicable, lacerante ausencia, recurre a las drogas y al sexo, a la religión y a la amistad, en una novela inolvidable que nos trae de vuelta a uno de los personajes literarios más convocantes y leídos de los últimos años».

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